Es casi imposible escribir sobre Afganistán sin caer en la tentación de recrearse en el horror de la guerra perpetua.
Esta es la razón por la que el libro de Natalia Aguirre es una rara joya. En realidad, no se trata de una novela sino de una recopilación de correos electrónicos -lo que hoy sería un blog- en la que Aguirre, colombiana que estuvo destinada en Kabul en 2002 trabajando para Médicos Sin Fronteras, va contando sus experiencias diarias, salpicadas de anécdotas y reflexiones.
El momento es importante. En 2002, los talibanes acababan de ser derrotados por una coalición liderada por EE.UU. como represalia por no querer entregar a Osama Bin Laden después de los atentados del 11-S. Afganistán pasaba por un periodo de paz relativa, que fue degradándose sin remedio con el paso de los años, a medida que crecía el rechazo hacia los occidentales que permanecían en el país, teóricamente tratando de reconstruirlo y estabilizarlo, sin saber muy bien cómo.
Desde el contacto directo con los afganos, la autora nos describe, sin prejuicios y con empatía, un mundo que Occidente desconoce. Sin caer en el tremendismo, comparte sus episodios de tristeza, y utiliza espontáneas dosis de humor para contrarrestar la realidad de un lugar maldito por la Historia. Como una pintora involuntaria, traza un retrato que desmonta algunos mitos sobre los afganos, mostrándonos su cotidianidad y su realidad más íntima desde el privilegiado punto de vista de un médico, así como su parecido con todos los habitantes de países en guerra permanente, como Colombia.
Los buenos libros y blogs de viajes se escriben desde las zonas difíciles. Y si, como Natalia Aguirre, se consigue encontrar el tono adecuado para describir un mundo ajeno y peligroso, nos encontramos, como en este caso, con un testimonio imprescindible del perturbador comienzo de nuestro siglo.
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