Tasmania - demonios del pasado



Son los nombres. Hay palabras que tienen una mística especial que va más allá de su significado, y Tasmania es una de ellas. Una isla al sur de Oceanía, el continente de las islas. Un lugar remoto dentro de Australia, el gran país remoto.

Tasmania, la isla del diablo, fue descubierta para Occidente en 1642 por un holandés llamado Abel Tasman. 

Nadie hizo mucho caso a la isla cuando la descubrieron, y el mismo Tasman, que debía ser muy pelota, la bautizó como tierra de Van Diemen, que a la sazón era su jefe, el gobernador general de la Compañía Holandesa de las Indias orientales. 

Los ingleses, prácticos como siempre, sí encontraron utilidad a la isla, donde se establecieron a principios del siglo XIX, convirtiéndola en el peor de los presidios, al que se deportaba a aquellos convictos demasiado peligrosos para la Australia continental. 

De paso, como quien no quiere la cosa, realizaron un genocidio veloz y efectivo que acabó en 1876 con el último tasmano, una civilización indígena que aún vivía en el Neolítico cuando llegaron los europeos . La tierra de Van Diemen adquirió tan mala fama que fue rebautizada como Tasmania.

Mi punto de entrada desde Sydney es Hobart, la capital. Realmente no sé qué esperar de Tasmania. La propaganda turística hace hincapié en su historia negra. Sin embargo, pese a la obsesión redentora de sus autoridades, empeñadas en resaltar su pasado carcelario para expiar su culpa y exorcizar sus fantasmas, Tasmania es otra cosa.


Cuando uno pasea por las calles de Hobart, siente cierta confusión. A veces olvida que se encuentra en el Hemisferio Sur y cree estar paseando por una pequeña ciudad de la campiña inglesa. La gente es amable y a la vez ruda, franca, directa. El hostal en el que duermo, llamado Waratah, está en el piso superior de un pub con el que forma un todo inseparable. Tiene el cristal de la ventana roto y una ducha de los años sesenta, y por la mañana comparto un desayuno inolvidable con toscos camioneros que parecen cowboys del fin del mundo. 

Aunque pasa por ser la ciudad más bonita de Tasmania, Hobart sólo tiene un pequeño centro histórico, un mercado, y una plaza llamada Salamanca en honor a la victoria del duque de Wellington contra las tropas napoleónicas, en la remota España de 1812. Camino entre edificios bajos y calles rectilíneas, como si estuviese en un decorado de cine, y disfruto de la noche bulliciosa con australianos que se arreglan para tomar una cerveza como si fuesen a la ópera. Los edificios victorianos parecen haber sido importados en barco directamente desde Gran Bretaña y encontrarse incómodos, fuera de su medio natural. 

Hobart es una estación de paso para el viajero y, para el tasmano, un intento conmovedor de reproducir la Inglaterra perdida.


Alquilo un coche y dejo atrás Hobart para recorrer la isla. Quien me lo alquila me advierte que tenga cuidado con los animales salvajes, que se cruzarán permanentemente en mi camino. Y, en efecto, nada más salir de Hobart en dirección Norte, comienzo a ver lo que será una constante en mi viaje: animales muertos en la carretera, y otros, especialmente wallabies -pequeños canguros- que la cruzan como kamikazes enloquecidos y me hacen mantener la tensión mientras conduzco. Eso me hace apreciar mejor mi siguiente destino, un parque-santuario enclavado en una colina, donde me doy cuenta de que realmente he llegado a otro mundo.

Boronong Wildlife Sanctuary

Mi primera parada después de Hobart, el Bonorong Wildlife Sanctuary, es un hospital para animales. Cuando los encuentran malheridos en una carretera, los mismos tasmanos los llevan al santuario, para curarlos y después devolverlos a la naturaleza. Mientras tanto, ofrecen la posibilidad al viajero de convivir con ellos en un entorno que tiene poco que ver con un zoológico.

Camino entre canguros gigantes, que me observan con una mezcla de curiosidad e indolencia. Estoy impresionado. Vistos de cerca son más grandes de lo que había imaginado, e impone respeto caminar entre ellos. Hay más de sesenta clases de canguros, y en su mayoría interactúan con el hombre sin problemas. Llama la atención que en Australia los animales no sientan la amenaza del hombre igual que en el resto del mundo; simplemente lo consideran un animal más. 

Estoy solo en el santuario. Aunque es verano austral, no termina de hacer calor ni tampoco se consolida la llovizna de primera hora. Voy descubriendo asombrado distintos animales que después encontraré en plena naturaleza. El koala, que se mueve a cámara lenta sobre las ramas de los eucaliptos. El wombat -del que jamás había oído hablar- parecido a un castor voluminoso. El equidna, similar a un erizo con la boca de un oso hormiguero. Y por supuesto, el diablo de Tasmania. 

El diablo tasmano debe ese nombre, según cuenta la leyenda, a los primeros colonos que llegaron a la isla. Después de escuchar durante las noches una letanía de aullidos sobrecogedores, los conquistadores encontraban por las mañanas restos de animales que habían sido devorados, y no eran capaces de descubrir cuál era el depredador que lo hacía, atribuyendo a esos sucesos un origen demoníaco. Leyenda o no, lo cierto es que el diablo de Tasmania tiene muy mal carácter y hace honor a su nombre. 

En realidad, es una hiena enana, negra y rayada, que pronto se extinguirá por una enfermedad contagiosa que los científicos son incapaces de detener. Al igual que probablemente ya se haya extinguido el tigre o lobo de Tasmania, un animal legendario de piel rayada, cuyos últimos ejemplares fotografiados aún llegaron a conocer el siglo XX. Resulta sobrecogedor ver cómo especies milenarias desaparecen ante nuestros ojos, en apenas una generación, sin que podamos hacer nada por ellas.

Wombat
Equidna
Los animales que encuentro me hacen pensar en Darwin, y en cómo debió fascinarle el aluvión de nuevas especies que ofrecía Australia, en su mayoría una variación de otras ya conocidas. Cuando milenios atrás, Australia se desgajó del resto del mundo, la naturaleza decidió seguir un curso diferente, y hoy esa divergencia es el mayor atractivo y la verdadera singularidad de Australia, como una sinfonía que hubiese ido reproduciendo variaciones sobre la melodía principal.

        
Llego al Mountfield National Park, el más antiguo de Tasmania, al pie de la cascada de la foto, que se eleva hacia el cielo en escalones de agua; son las Russell Falls. Una familia se aproxima y juntos contemplamos este regalo de la naturaleza. Una mujer mayor se me acerca y dice: "no puedo comprender que habiendo tal belleza en el mundo también pueda existir el mal".

Durante horas, camino entre árboles centenarios en años y metros, una variedad de eucaliptos que se encuentran entre los árboles más altos del mundo, y que ya estaban creciendo cuando Tasman pisó la isla. Voy acompañado por los animales que se cruzan en mi camino, wallabies, paddlemelons, alguna serpiente dudosa y un tímido equidna. Deambulo de cascada en cascada, por un bosque que parece interminable y, a pesar de que las sendas están señalizadas, de repente siento un temor pavoroso a perderme.



Tasmania ha conservado su naturaleza sin domesticarla. Es ella quien marca sus reglas en ese parque y en muchos otros que encontraré a lo largo de Australia, en un territorio inmenso, de una densidad de población mínima, que hace que la presencia humana sea anecdótica. En Europa, continente que domina su naturaleza, siempre parece haber una puerta de escape. Aquí no. La naturaleza no parece hostil, pero sí desproporcionada. Y uno tiene la sensación de que el bosque que atraviesa durante kilómetros podría rodearte, desorientarte, y hacer que no regresases. Y nadie sabría dónde encontrarte.

Launceston
He llegado a Launceston, la segunda ciudad de la isla, sorteando decenas de animales vivos y muertos, principalmente canguros y wallabies, que han superpoblado gran parte de Tasmania aprovechándose de la ausencia de depredadores y del inmenso paraíso para los herbívoros que desfila al otro lado de mi ventanilla. 

Launceston resulta ser otra ciudad que anhela regresar a una Gran Bretaña que ya no existe en Europa, un lugar en el que la logia masónica se anuncia en la calle principal. Duermo en un acogedor motel, "Sandor´s on the Park", frente a un parque impecablemente cuidado, en un barrio de casas neovictorianas.

La gran atracción turística de la ciudad es un paseo junto al cañón de un río, atravesado por un teleférico, pero lo que realmente vale la pena de Launceston es su interacción con el río Tamar. Es un lugar en apariencia inocente, cándido, naif. He leído que tenía fama de albergar maleantes; sin embargo, al hojear un periódico local mientras desayuno en Brisbane street, los reportajes que leo me parecen conmovedores. 

A veces tengo la sensación de que Tasmania y Australia han construido un muro invisible que les salvaguarda del mal que portamos los extranjeros. Pero aun así, mientras tomo un cucurucho de pescado contemplando la confluencia del río Tamar con el North Esk, pienso que hay algo que no termina de cuadrarme en este lugar idílico en el que los periódicos destinan varias páginas a saber cómo viven las Navidades los habitantes de Launceston.

Mar de Tasman

Continúo mi camino hacia el Norte hasta llegar al final de la isla, remontando el río Tamar desde Launceston hasta llegar al parque nacional de Narawntapu, que termina en el Mar de Tasman, por donde camino entre paddlemelons y wallabies que juguetean entre los arbustos sin dejarse fotografiar.

Finalmente salgo al mar. Estoy en una playa inmensa, la temperatura es buena, pero no siento deseos de bañarme. Hay algo en ese mar de traicionero, algo maldito. Aun así, por puro ritual, me meto hasta la cintura. No hay nadie, y siento un escalofrío. En realidad, he encontrado muy poca gente a lo largo del viaje. Australia es un lugar para solitarios.

Regreso hacia Hobart, después de casi dos mil kilómetros de carretera, como me anuncia el salpicadero del coche y, mientras riego mi última cena en la isla con un delicioso vino blanco de Tasmania, descubro qué es lo que no me cuadra de este paraíso verde, tan parecido a un inmenso condado inglés aderezado con animales exóticos.


No hay indígenas. De hecho, la presencia de razas distintas a la blanca - anglosajona ha sido anecdótica a lo largo del viaje. Ése es el gran pecado de Tasmania, su secreto más oculto.

Ése fue el pecado original, el precio que pagaron por construir el nuevo paraíso, en el que los colonos trataron de reproducir la Inglaterra victoriana, ante la mirada atónita de canguros, wombats, equidnas y, cómo no, del diablo de Tasmania.

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