Es alto, fuerte, tiene la tez morena del subcontinente indio, un bigote cuidadosamente recortado y unas manos que podrían romper la cabeza de un yak de un puñetazo. Como todos los militares paquistaníes, es ceremonioso y trata de ser cortés durante la cena, pero, por primera vez en mi vida, no encuentro la forma de mantener una conversación fluida. No hay alcohol, sólo zumos. No es correcto ni conveniente hablar de política, porque Pakistán está apoyando -cada vez de manera menos disimulada- al movimento talibán, enemigo de la OTAN en el conflicto afgano. Ni el general ni sus acompañantes tienen la menor idea de fútbol, el tema-comodín infalible en el 90% del mundo. Les gusta el críquet. El tema de las mujeres, mejor no tocarlo. En lo que respecta a las familias, sólo se puede hablar de los hijos varones. Nuestras culturas no se tocan; ni siquiera llegan a rozarse.
Estamos en un restaurante del Marriott de Islamabad. Es el hotel con la cama más lujosa en la que he dormido nunca, pero los pasillos están tan llenos de personal que parecen bazares. El 20 de septiembre de 2008, este hotel quedó destrozado por un brutal atentado, que dejó 53 muertos y 266 heridos. Teniendo en cuenta el tono de la cena de bienvenida, puedo imaginarme sin esfuerzo el resto de mi viaje, en el que estaré tutelado de forma permanente por las Fuerzas Armadas paquistaníes. No me dejan hacer fotografías, pero como hay un militar paparazzi todo el día a mi lado, supongo que tendrán la gentileza de enviarme el reportaje. Supongo mal, y por eso esta entrada no tiene fotografías propias.
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Hotel Marriott en Islamabad |
Al día siguiente, mientras amanece, un convoy armado hasta los dientes me lleva por las calles que forman el tablero de ajedrez de Islamabad. Nos dirigimos a la mezquita Rey Faisal.
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Mezquita Rey Faisal |
Entro en la mezquita, fastuosa e increíble, rodeado por las fuerzas de seguridad. Detrás del círculo de protección, decenas de estudiantes de madraza clavan en mí sus miradas amenazantes. Sé que me lincharían sin dudarlo, si pudieran hacerlo. Y yo no podría huir.
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Interior de la mezquita Rey Faisal |
El mundo islámico es tan fascinante como desconocido para Occidente, que ni siquiera llega a imaginar el odio que provoca. Y el nido de la serpiente de ese odio no está en las montañas del Himalaya ni en las riberas del Indo, sino en los desiertos de Arabia Saudí, donde se ocultan los grandes patrocinadores del Islam más radical, tal vez los mismos que financiaron la construcción de esta fabulosa mezquita.
El convoy continúa su camino hasta las colinas Margalla, desde donde hay una vista fabulosa de la planicie de Islamabad, la capital artifical creada en la década de los sesenta para un Estado nacido en 1947: Pakistán, un país musulmán desgajado de la India. De repente, hay un conato de enfrentamiento y las armas comienzan a moverse. Hay un problema con la escolta de una delegación rusa, y la violencia está a flor de piel. No hay bromas en Pakistán. La tensión se palpa en el ambiente. El islam es la razón de ser del Estado recién creado, y los últimos años de guerra en Afganistán, así como el crecimiento del radicalismo islámico, han convertido Pakistán en un país difícil, peligroso, inestable.
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Islamabad |
También amanece cuando salimos hacia Taxila. Comienzo a entender que Pakistán, este país de inquietante fama, alberga rincones maravillosos. Milenios atrás, en esta región, entonces llamada Ghandara, se produjo un hecho asombroso: las tropas de un macedonio llamado Alejandro Magno llegaron desde el remoto Occidente a las orillas del Indo, donde se encontraron con el budismo que venía de Oriente. Dejaron para la posteridad la cultura grecobudista, cuyos vestigios me esperaban en el museo de Taxila.
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Estatua grecobudista en Taxila |
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Taxila |
Taxila no está lejos de Abottabad. Mientras yo contemplo extasiado las estatuas budistas de rasgos griegos, el mayor terrorista de la historia reciente, Osama Bin Laden, planea nuevos ataques contra Occidente a tan sólo 82 kilómetros de mí. Ni Osama ni yo podemos sospechar que morirá un año después de mi visita a Pakistán.
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Casa de Bin Laden en Abottabad |
Antes de abandonar Islamabad, mantengo una larga conversación con un funcionario del aeropuerto. Me habla de las remotas zonas tribales, fronterizas con Afganistán, de donde proviene. Y, haciendo honor a su sentido de la hospitalidad, me invita a viajar a su región. A su espalda, el militar que garantiza mi seguridad niega vehementemente con la cabeza. No hace falta que me convenza: no iré. En las zonas tribales de Pakistán se encuentra el principal santuario de Al Qaeda, y cualquier occidental que se atreva a viajar allí encontrará con toda seguridad la muerte.
Pese al peligro, Pakistán tiene un atractivo irresistible, y contiene la promesa de mundos fascinantes. Es el país de la etnia kamash, los descendientes de los soldados de Alejandro Magno, que viven en Chitral, en el remoto kafiristán, el país de los infieles. La tierra del yeti, donde murió asesinado Magraner, el español que buscaba al legendario primate. El hogar del esquivo y mítico leopardo de las nieves.
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Leopardo de las nieves |
El país del K2, que define perfectamente la esencia de Pakistán: la inagotable fascinación del peligro. Ojalá algún día termine la barbarie eterna de la guerra y el terrorismo, y pueda recorrer sin temor esta tierra fascinante, caminando en busca del yeti.
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