Bisontes en Europa - Białowieża


El árbol con una capilla tallada en su interior se alza sobre el centro de la ciénaga. Para llegar a su tronco hay que atravesar un laberinto de pasadizos de madera que apenas se elevan  unos centímetros sobre el agua empantanada. El sol no traspasa las copas de los árboles, y parece que ha anochecido, aunque sólo es mediodía.


Estoy en los bosques de Białowieża, en la frontera entre Polonia y Bielorrusia. En estos bosques, reserva de caza del último zar ruso, sobreviven los últimos bisontes europeos. Según Heródoto, en esta región surgieron los primeros hombres-lobo. 

El legendario historiador griego afirma que una antigua tribu, los Neuri, vivieron al oeste del río Dniepr y al Este del Bug, la zona en la que me encuentro. De acuerdo con las Historias de Heródoto, una vez al año, los Neuri se convertían una vez al año en lobos.

Independientemente de que, como parece lógico, se tratase de un ritual en el que los miembros de la tribu se disfrazaban, la leyenda de los hombres lobo está presente en varios países de Europa Oriental. En Polonia son los wilkolak, en Bulgaria y Rumania los Varkolak,.... Un Varkolak búlgaro o rumano puede engullir el sol y la luna, provocando eclipses y, según las versiones, es un strigoi, un demonio-lobo o un hombre lobo.

También es posible que las leyendas de hombre-lobo nacieran como parte del chamanismo o de las religiones primitivas basadas en la naturaleza, para las cuales los bosques de Białowieża eran un centro de culto. Es un lugar mágico, lleno de leyendas escondidas entre los árboles, bosques sagrados, robles que hablan y santuarios de dioses antiguos que hoy nadie sabe reconocer. 

El santuario en el árbol de la ciénaga está dedicado a un santo cristiano, San Eustaquio, y en el hueco de la corteza hay un relieve de un ciervo con un crucifijo sobre la cornamenta. Según la leyenda, esa aparición durante una cacería fue la que hizo que San Eustaquio, también grabado en el relieve junto a un perro de caza, se convirtiera al cristianismo. 

Hay habladurías y viejas leyendas que cuentan que, en la espesura de esta selva, en ocasiones surgen unos extraños picores que llenan el cuerpo de ronchas, y soy testigo de uno de esos casos. Tal vez sea un insecto que habita en la ciénaga, o tal vez sea porque el afectado ha comido carne de bisonte, o quizá ha profanado sin quererlo un lugar sagrado, y ése es el precio. En Białowieża, año 2007, aún es posible todo. 



La selva de Białowieża, uno de los rincones más remotos de Polonia, está salpicada de pueblos, que surgen de repente entre los árboles. Sin embargo, el hombre aquí no es el dominador: los bosques le superan, le empequeñecen, le someten. 





He alquilado una bicicleta para recorrer la zona, porque las carreteras no penetran en el corazón de Białowieża. Uno a uno, voy atravesando pueblos, y a la entrada de cada uno de ellos distingo la cruz o cruces de madera que indican la religión de las personas que habitan en él. 

En la católica Polonia, las cruces ortodoxas, similares a las católicas pero con un travesaño cruzado de forma oblicua sobre la estaca vertical, señalan la proximidad de la frontera, no sólo la polaca, sino el final de Europa. Nunca ha podido concluirse el debate sobre cuál es el límite oriental de Europa. La forma de los mapas del Viejo Continente varía según el país en el que estén diseñados, y la frontera tradicional se ha venido estableciendo en los montes Urales, en la mitad de Rusia. 

Sin embargo, la frontera real empieza aquí, en Białowieża, en los pueblos con dos religiones -católicos y ortodoxos-, islas de un mar de robles, hayas y fresnos. 


Estos bosques fueron coto exclusivo de caza de los últimos zares rusos, para quienes se construyó una línea férrea, cuya última estación, Białowieża Towarowa, aún se encuentra perdida en el bosque, convertida en un restaurante. Durante el siglo XIX, los zares utilizaron los bisontes -un animal escasísimo en el Viejo Continente- como regalos para los mandatarios europeos con los que mantenían buenas relaciones. Curiosamente, de este modo, los zares fueron los salvadores involuntarios de la raza del bisonte europeo. 

Quienes habían recibido estos animales como regalo, los donaron a zoológicos o colecciones privadas, donde siguieron reproduciéndose. Mientras tanto, cuando estalló la primera guerra mundial, los bisontes que seguían viviendo en Białowieża -ya sin la protección del zar- fueron cazados para alimentar a las tropas, y el último desapareció en enero de 1919.

Diez años después, el gobierno polaco compró cuatro ejemplares de bisontes procedentes de varios zoológicos y los volvió a introducir en la zona, donde se habían multiplicado por cuatro cuando comenzó la segunda guerra mundial, devastadora para la población. 

En un primer momento, Stalin deportó a los gulags de Siberia a los encargados del parque y a la población local, sustituyéndolos por campesinos rusos. Dos años después, cuando la Alemania nazi rompió el pacto de no agresión con la Rusia estalinista y envió sus ejércitos contra Moscú, los alemanes enviaron a estos campesinos a los campos de concentración. Entonces apareció otro inesperado protector de Białowieża, Hermann Göring, que proyectaba crear en ella el mayor coto de caza del mundo para las autoridades del Reich. 

Esto no ocurrió y, por el contrario, los guerrilleros polacos que luchaban contra la ocupación utilizaron los bosques como refugio, provocando las represalias de los nazis contra la población civil, hasta que en 1944 el Ejército Rojo, en su imparable avance hasta Occidente, recuperó la región, repartiéndola posteriormente entre Polonia y la U.R.S.S. 

Hoy, las guerras parecen haber pasado -aunque el puesto de frontera con Bielorrusia evoca inevitablemente la Guerra Fría- y los bosques han absorbido aquella sucesión de matanzas sin inmutarse. Quedan pueblos de madera con dobles cruces, las babushkas (ancianas con pañuelos en la cabeza), y también los bisontes. Hay bisontes en libertad, difíciles de ver, porque se ocultan en lo más profundo de la selva -que parece interminable- y otros en una pequeña reserva abierta al público. 


El bisonte europeo, más alto y menos pesado que el americano, es un animal que no pertenece a nuestra época. Al ver un ejemplar de cerca, me acuden a la mente recuerdos de glaciaciones, de mamuts o de prehistoria, como si ya le tocase haberse extinguido. 

En la selva de Białowieża encuentro la representación viviente de aquellas pinturas: tumbados o de pie, son tan similares a las imágenes de Altamira que me producen una sensación de incredulidad, como si se hubiesen escapado de las cuevas para regresar al bosque, ya convertidos en seres de carne y hueso. Son unos animales enormes, perezosos y elegantes, con los cuernos en forma de media luna y una giba considerable que sobresale del lomo, enormes masas de carne de hasta seiscientos kilos que remolonean a la sombra de los árboles, y se levantan con pesadez cuando quieren caminar, a pasos cortos, con unas patas increíblemente poderosas. 

Para los habitantes de la zona no es raro encontrarlos en las carreteras; incluso me enseñan una fotografía de un camino nevado en la que un bisonte aparece de pie junto a un coche. El bisonte es mucho mayor que el coche, al que mira con incredulidad, como si se hubiesen encontrado dos seres pertenecientes a momentos distintos de la Historia. 

Al recorrer los pueblos perdidos en los bosques de Białowieża, construidos junto a lagos y, a veces, tramos de vía férrea abandonadas -vías que se construyeron en épocas de guerra para extraer rápidamente la madera- tengo la misma sensación que el bisonte. 

Hay pueblos, como Budi o Tereminski, que son literalmente islas aisladas, y sólo la bicicleta me permite atravesar parajes increíbles por pistas de tierra hasta llegar a las aldeas de casas de madera, con pequeños iconos tallados en los árboles. Paro junto a una casa en la que hay personas entrando, y me asomo a la puerta. 

Están celebrando una misa, y una señora con los labios mal pintados me invita a entrar. Me siento en una fila de bancos de madera, mientras los habitantes del pueblo y otras aldeas cercanas van desbrozando letanías. Pienso que podrían vivir sin necesidad del mundo exterior. Si alguien, cansado de la civilización occidental, decide crear una comunidad nueva en la que aislarse, Białowieża es un buen lugar, al menos las aldeas escondidas en sus bosques. 


El pueblo es algo más turístico, pero en 2007 aún mantiene una forma de turismo que resulta casi enternecedora. Hay un balneario comunista por el que no parecen haber pasado los últimos veinte años, una iglesia de cúpulas ortodoxas en la que rezan babushkas, caserones de madera, nidos de cigüeñas y unos recién casados, él de uniforme militar, fotografiándose entre hayas y robles. 

En Hajnówka, el reducto de civilización occidental más próximo hay, entre otras cosas, bloques comunistas, una iglesia ortodoxa que parece un híbrido entre un pulpo y el Kremlin, un cementerio con hermosas tumbas, también ortodoxas, y un bar que pretende recrear la era comunista presidido por Lenin. 




Białowieża es una tierra de fronteras. Es la frontera entre la Europa católica y la ortodoxa. Entre la Unión Europea y el área de influencia natural de Moscú. Entre el pasado remoto y el presente. Entre el comunismo y lo que vino después. Entre lo real y lo mágico. 

Más allá de los bisontes, sólo parece haber terra incognita.





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