Donuts de chocolate en La Habana




Doy mis primeros pasos en América Latina en La Habana, en febrero de 1995. Al pisar el aeropuerto, me recibe una bofetada de calor, con un olor dulzón y húmedo -el Caribe-, y un militar con uniforme verde oliva -La Revolución-. 


Se han cumplido treinta y seis años del derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista a manos de las fuerzas insurgentes dirigidas por Fidel Castro y Ernesto “Ché Guevara”, y Cuba atraviesa uno de los momentos más críticos de su etapa socialista. La desintegración de la Unión Soviética ha dejado al régimen castrista sin su principal aliado, y Cuba lleva tiempo ocupando un espacio importante en la prensa internacional por la “crisis de los balseros”. 



Desesperados por la crisis económica y política en la isla, treinta y siete mil cubanos se han lanzado al mar en condiciones terribles para alcanzar las costas de EEUU, a ciento cincuenta kilómetros de Cuba, y comenzar allí una nueva vida. La desesperación de los cubanos es imposible de ocultar, porque ese viaje supone un desafío a la muerte, y el mundo piensa que el régimen está a punto de colapsar. 



A bordo del avión que nos ha traído a La Habana desde Madrid, parte de los pasajeros viaja pensando si le tocará vivir un momento histórico, el fin de la Cuba socialista. Cuba fue una de las últimas colonias españolas hasta que se independizó en 1898, con la ayuda de EEUU. Casi un siglo después, sus vínculos emocionales y afectivos con España continúan siendo muy fuertes. En la memoria colectiva de la Península se mantiene vivo el fin de la dictadura de Batista, porque muchos de los españoles que vivían en la isla se vieron forzados a huir con lo puesto de vuelta la España de Franco, donde el imaginario colectivo creó una figura demoníaca de Fidel. Por eso, la posibilidad de vivir el fin de la etapa castrista, aunque nadie sepa lo que va a suceder después, resulta emocionante. 

Otra parte del avión está formada por españoles que viajan a Cuba para explotar la miseria, llevando en el equipaje ropa interior femenina, bisutería, perfumes baratos y jabones para intercambiarlos con sexo. La crisis de los balseros ha mostrado al mundo una realidad que ya existía pero que se ha agudizado en los últimos años: el turismo sexual en Cuba.

Atraídos por la leyenda de hermosas mulatas a precio de saldo, que sólo piden una pastilla de jabón o ducharse en el hotel para turistas, miles de europeos y canadienses acuden en oleadas a la isla en busca del sexo fácil de las jineteras. Esas personas componen la mayor parte de la tripulación que aterriza con nosotros en La Habana, como paso intermedio en el camino hasta la península de Varadero, el mayor prostíbulo del Caribe. 

La Habana es una ciudad que ha sido maravillosa, y no ha dejado de serlo a pesar de haber quedado atrapada por el implacable virus de la decadencia. El casco viejo está salpicado de hermosas casas coloniales, amenazadas por la decrepitud, mujeres maduras que han perdido el estuche de maquillaje. El calor caribeño queda neutralizado por la brisa marina que entra a la ciudad, distribuyéndose por las calles y mezclándose con la música que sale de los lugares más inesperados.


La Habana Vieja está llena de música, cubanos y policía secreta. Los extranjeros somos una oportunidad para ganar en una mañana lo mismo que un cubano medio en un mes - el salario medio es el equivalente a cuatro dólares- Los cubanos se acercan a los extranjeros ofreciendo ron y cigarros puros de contrabando bajo la estrecha vigilancia de policías de paisano que se acercan a interrogarles, tratando de convertirse en parte del negocio.

En las calles hay cientos de personas ociosas, porque el sistema les permite trabajar menos de la mitad de la semana. El resto de los días lo dedican a pequeños negocios particulares, ninguno legal, que les permiten salir adelante. Acompañado por la música y los ofrecimientos de ron y puros, llego a la Plaza de la Catedral, donde hay un pequeño mercado de artesanía y un puñado de niños revoloteando alrededor de los turistas.

La Plaza de la Catedral
He traído pequeños donuts de chocolate, y creo que es justo dárselos a los niños, así que los saco de la mochila y se los entrego a una de las niñas de la Plaza. No debe tener más de ocho años. Intuyo que, como ocurriría en Europa, los niños empezarán a discutir por los dulces y tal vez tendré que intervenir para repartirlos, pero lo que ocurre es algo distinto, que me lleva a comprender parte de la esencia de la Cuba en la que me encuentro.

Con una seriedad impropia de su edad, la niña organiza a los demás chiquillos en fila y, con parsimonia, va partiendo los donuts en dos y entregando una mitad a cada niño, reservándose la última. Aquella niña no ha sido educada en el cristianismo, que obliga a compartir los bienes, sino en un régimen socialista que le ha enseñado a distribuir la riqueza. Sin proponérselo, esa niña me ha dado una lección inolvidable de dignidad.


Trabo relación con una joven pareja de cubanos, Camilo y Alicia, que estudian ingeniería y medicina, y se ofrecen a acompañarme por La Habana Vieja. Los cubanos, en general, son simpáticos y extrovertidos, y aquella pareja no es una excepción, salvo cuando la política sale a relucir en la conversación, y el miedo les enmudece.

Recorro a su lado lugares emblemáticos de La Habana, como el Malecón, el muelle que da al Caribe, y el Capitolio, réplica de su homólogo estadounidense. Mientras callejeamos por la Habana, nos cruzamos con una patrulla de militares de uniforme, y la pareja retrocede unos pasos. Los militares piropean y lanzan miradas lascivas a Alicia, humillando a Camilo, que no tiene más remedio que agachar la cabeza y seguir adelante. Poco después, avergonzados por el episodio, se despiden de mí. También me siento humillado y comprendo, por primera vez, qué es una dictadura.


Durante los días siguientes recorro la Habana, comiendo arroz blanco, frijoles negros, yuca y tostones en la Bodeguita del Medio, regados con los mojitos más famosos del mundo -ron blanco, lima, hierbabuena, azúcar, hielo, soda y angostura- para continuar con daiquiris -ron blanco, zumo de limón y azúcar- en la Floridita, otro de los bares popularizados por Ernest Hemingway.

El escritor norteamericano, que vivió veinte años en Cuba y se suicidó dos años después de que triunfase la Revolución, contribuyó decisivamente a la leyenda de La Habana, en especial con su mejor libro, El Viejo y el Mar, que narra la lucha de un pescador anciano contra un pez gigantesco al que consigue vencer por agotamiento para ver cómo se lo comen los tiburones, dejando sólo la cabeza, la espina y la cola.

Una buena metáfora de Cuba.


Entro en las casas de los cubanos que me invitan, y almuerzo en los paladares, las casas particulares de los habaneros, que por unos cuantos dólares, preparan auténticos banquetes a base de langosta. Al desviarme de las avenidas principales y encontrarme con las colas de las cartillas de racionamiento, comprendo hasta qué punto me ha llenado de desasosiego el episodio con los militares. 

Tengo veinte años, y me siento atraído por los mitos de la Revolución. Estoy en segundo curso de Derecho, visto camisetas del Ché Guevara, escucho a Silvio Rodríguez cantar las proezas de los héroes revolucionarios, y la Revolución me parece una gesta valiente y romántica. La realidad de la dictadura me golpeado con dureza. Tan sólo he contemplado un par de episodios aislados, pero han sido significativos. Estaba preparado para asumir las carencias materiales y el socialismo cubano me parecía exótico y bienintencionado, pero no estaba preparado para la ausencia de libertad. Después de varios días en Cuba, no puedo contemplar con la misma benevolencia los murales con la figura de Fidel que reclaman Patria, Socialismo o Muerte, ni los que representan al Ché Guevara proclamando que es mejor morir de pie que toda una vida arrodillado, ni las frases de Silvio que ilustran manzanas  enteras de casas afirmando que “Soy feliz porque soy gigante”. 

La Habana también tiene una cara amable para los turistas. La conozco a bordo de un barco-discoteca que navega de noche frente al Malecón, y también en el mítico Tropicana, una sala de baile a prueba de sistemas políticos. No lejos del Hotel Nacional existe una heladería legendaria llamada Coppelia, la favorita de Fidel Castro, la más conocida en La Habana y que traspasó fronteras gracias a la película “Fresa y Chocolate”. En la heladería hay dos filas. La de los turistas, que suele ser rápida, y la de los cubanos, que soportan estoicamente largas colas hasta conseguir un helado, una desigualdad de trato bastante vejatoria. 

El régimen ha encargado un mural junto a la heladería en el que unas letras infantiles, enormes, afirman orgullosas “Somos felices aquí”, en clara referencia a la crisis de los balseros. Después de terminar los helados, me acerco al mural para hacerme una fotografía, con el fin de conservar el recuerdo de la propaganda del régimen, y un cubano malinterpreta el gesto. Colérico, se acerca y, en voz baja, temblando por la ira, masculla entre dientes:

- Usted es feliz aquí, nosotros no. 

Después de decir esto, se desvanece entre la multitud, dejándome un sabor agridulce de mi último día en La Habana.

Varadero es una estrecha península al Norte de la isla, con playas espectaculares, preparada para el turismo. Sin embargo, lo que encuentro no es una ciudad de vacaciones, sino un lugar siniestro y degradante, preparado para facilitar un espacio al turismo sexual más salvaje. Caducos canadienses y europeos, hambrientos de carne, caminan por Varadero abrazados a mulatas espectaculares, mientras que en las discotecas, en la calle y en las terrazas, el magreo y la cacería sexual convierten la península en una nueva Sodoma. Cualquiera que sea tu género, tu tendencia sexual o tu preferencia, quedarás satisfecho tan sólo con dejarte llevar por la noche, sobornar al portero del hotel y una pequeña compensación, en dinero o en especie. 

Cientos de cubanas y cubanos se lanzan a por los turistas sin vacilar, tratando de besarles y excitarles, como náufragos hambrientos que tratasen de alcanzar un pedazo de pan. Varadero es el paraíso de una lujuria sórdida y angustiosa. En el Caribe, el sexo no es tratado de forma traumática ni como un tabú, como sucede en muchos países europeos y en EEUU, y las jineteras y jineteros lo utilizan como un instrumento para conseguir otros pequeños placeres, un objeto con el que negociar. Varadero es una gran metáfora de lo que está sucediendo en Cuba: la Revolución se prostituye para sobrevivir. 

El día que dejo Varadero camino al aeropuerto, me llaman -soy el organizador oficioso del viaje de paso del ecuador en mi Universidad- porque uno de mis compañeros se niega a marcharse. Se ha enamorado de una cubana, una mulata preciosa, y ambos están de pie frente al hotel, cogidos de la mano, resistiéndose a separarse. Al principio, cuando llego, no sé qué decir. Ella tiene una mirada triste, y le agarra con dulzura. Él, con la emotividad propia de los veinte años, no quiere irse sin ella. Le explico que le será mucho más fácil sacarla de Cuba desde España, y ambos se dejan convencer. Ella se desprende de la mano de él con una suavidad resignada, con una expresión de tristeza momentánea y casi imperceptible que me indica que no espera volver a verle, como la de una anciana que se despide de alguien por última vez. Nunca supe lo que pasó, ni tampoco quise enterarme. 

Ryszard Kapuściński, el mejor reportero del siglo XX, solía decir que un viaje no acaba nunca. Cuando has estado en un lugar, cada vez que vuelvas a escuchar su nombre -otro viajero que lo ha visitado, un libro, una película, un programa de televisión, una referencia casual- sigues sintiéndote vinculado a él, y el viaje continúa. Así me ha ocurrido en el caso de Cuba, que se me quedó clavada en la memoria, y desde entonces no he podido ni querido librarme de ella. 

Cuba es un caso singular dentro de la geopolítica mundial. Un país de once millones de personas, sin ninguna riqueza energética especial ni un mínimo potencial económico, ha conseguido ser tratado como un actor a tener en cuenta en la escena internacional. El caso de Cuba es tratado en los grandes foros internacionales, tiene un lugar en la agenda de la Casa Blanca - el mundo baila al son de la música que toca EE.UU.- y existe una sorprendente mayoría de personas con una opinión política -más o menos fundada- sobre la realidad cubana.

En esta notoriedad de Cuba ha influido la violenta propaganda anticastrista desde la época de la Guerra Fría. El mensaje enviado al mundo desde los años sesenta por esta propaganda consiste en que la dictadura socialista liderada por Fidel Castro ha llevado a Cuba a la miseria. Sin embargo, un mínimo análisis de la realidad cubana en comparación con otros países deslegitima parte de esa propaganda. La primera, y más evidente, es que durante los casi cincuenta años del régimen castrista han existido otras muchas dictaduras que no sólo no han recibido ataques de quienes critican la situación cubana, sino que, además, han recibido apoyo económico y político. Sin salir de América Latina, las dictaduras chilena y brasileña de los años setenta, entre muchas otras, son claros ejemplos de ello, por no mencionar a las dictaduras de los países árabes ricos en petróleo. Por tanto, los mismos que atacan al régimen castrista alegando preocuparse por la libertad de los cubanos realizan un notable ejercicio de cinismo. 

Del mismo modo, quienes se preocupan por la pobreza de los cubanos olvidan que, mientras en Cuba existen unos servicios básicos mínimos, gran parte de la población de otros países latinoamericanos, con regímenes “bendecidos” desde los centros de poder del capitalismo, vive en la miseria más absoluta. 

Es cierto que en Cuba existe una dictadura inaceptable, y que la población sufre de carencias en sus necesidades básicas, pero ése nunca fue el problema. El problema era que Cuba no podía existir. No era aceptable que hubiese un país casi fronterizo con EEUU en el que el socialismo triunfase y, además, funcionase.

No era aceptable que la Revolución exportase guerrillas e ideología a América Latina. Era inconcebible que Moscú tuviese un aliado a tiro de piedra de Washington, que se instalasen misiles que apuntaban a las costas estadounidenses, y que las naranjas caribeñas y los universitarios cubanos fuesen exportados a todo el mundo comunista. Sin embargo, ni la fuerza ni la inteligencia consiguieron acabar con Castro, quien, finalmente, se convirtió en uno de los gobernantes más conocidos a nivel mundial de todo el siglo XX. 

Fidel Castro, un animal político extraordinario, es un dictador que coarta la libertad de los cubanos. No existen excusas. Castro, que en su día fue un símbolo para toda la izquierda mundial, pasó décadas encastillado en el mesianismo de considerar que él, y sólo él, era capaz de asegurar la continuidad de la Revolución. En su día fue lo suficientemente valiente para derrocar una dictadura, para después terminar siendo incapaz de dar un paso al lado cuando la misma dinámica vital se lo exigía, tal vez porque todos los dictadores tengan un miedo culpable a la venganza de otros. El mundo, que al principio le observó con cierta admiración, se quedará con la terca decadencia del antiguo revolucionario aferrado al poder. 

Otros, como Ernesto, el Ché Guevara, correrán distinta suerte. Con independencia de que se comparta su ideología o no, es necesario respetar a Guevara, que se jugó la vida -y terminó perdiéndola- por un ideal, luchando por lo que él creía correcto en países distintos al suyo –Cuba, el Congo, Bolivia-. El Ché murió joven y dejó el mito. Castro se hizo viejo en el poder y arrastró con su terquedad el destino de toda una nación. Fidel, en el siglo XXI, es un antiguo dictador, enfermo y retirado del poder, de una isla caribeña pobre, sin ninguna característica especial que no sea su proximidad con EEUU. 

Lo que representa Fidel es la juventud de cientos de miles de personas que creyeron que otro mundo era posible, pero no fueron capaces de levantarse en armas o protestar enérgicamente contra aquello que no les gustaba, que finalmente acabó absorbiéndolos. Fidel Castro, cuyo valor residió en ser capaz de resistir a los ataques que EE.UU. dirigía contra un aliado de Moscú en su puerta trasera, representa la conciencia emocional de quienes traicionaron sus ideales de juventud y se convirtieron en revolucionarios de salón. Y, por supuesto, es el padre espiritual de todos los revolucionarios de izquierdas de América Latina, que crecieron soñando ser como él. 

Soñando con Cuba.

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