Cazando vampiros (III): el último castillo de Vlad



Son mil quinientos escalones tallados en la ladera de la montaña, según cuenta la leyenda.

Comienzan junto a la carretera, que corre paralela al río Arges, y se adentran en el bosque mientras ascienden hacia el castillo de Poenari, adonde llegan después de atravesar un tramo en roca viva. El día es neblinoso, y desde el comienzo de la escalera, donde me ha dejado un rumano que conducía un viejo Dacia, tarda en adivinarse la silueta del castillo.


Soy el único visitante -aunque aún es muy temprano-, y subo los peldaños con cierta aprensión, porque unos ruidos ocasionales me hacen pensar que no estoy solo. A medida que trepo por la escalera, inicialmente construida por nobles que fueron enemigos del Empalador, que los esclavizó y asesinó para vengar la muerte de su hermano Mircea, voy perdiendo de vista tanto mi destino como mi punto de partida, y me sumerjo en un mar de árboles, que crecen en la ladera cubriendo la escalera con un manto de ramas.


El castillo de Poenari,  pequeño y austero, construido sobre un peñón escarpado, es una fortificación puramente defensiva. Es probablemente la última morada del Vlad Ţepeş real, y está emplazado en un pico casi inaccesible que domina el valle del Argeş, constituyendo un puesto militar casi imposible de conquistar, desde el que se controlan varios desfiladeros. 

Según la leyenda, fue de una de sus torres desde donde se lanzó al vacío la mujer de Ţepeş, creyendo que su marido había muerto a manos de los turcos.

Al llegar a lo alto del castillo, cansado por la subida, recorro los restos, no mayores que los de un torreón. Escarbando en las murallas, dejo un mensaje manuscrito en un pedazo de papel, oculto entre las piedras. Después me asomo al vacío desde las almenas y siento un vértigo agudo al descubrir la caída, los peñascos y los árboles, y me pregunto si en alguna parte estarán los restos, huesos o polvo, de la mujer del Empalador.


Durante la bajada, comienza a lloviznar, y los ruidos del bosque aumentan. No hay nadie. De repente, oigo que una rama cruje cerca de mí, y siento un temor irracional que me empuja a acelerar el paso. 

La intensidad de la lluvia aumenta, y me parece ver sombras entre la cortina de agua que golpea los árboles, zarandeados por un viento que se ha levantado de repente. Entonces, mi imaginación y mi miedo, que han permanecido ocultos hasta entonces, se desatan y forman una alianza que me lleva a pensar que estoy rodeado de strigoi, no muertos y otras criaturas malignas. 

Corro escaleras abajo como un poseso, y al cabo de unos minutos llego jadeando a la carretera. Todo ha sido una autosugestión, un miedo sin fundamento ninguno, o al menos eso pienso al sentirme a salvo. El vendedor de un tenderete de recuerdos, el único ser humano en el claro que hay al pie de la escalera, me mira como si fuese un enajenado, y al ver que no tengo interés en comprar nada, deja de prestarme atención. Me siento avergonzado como un niño pillado en falta, y comienzo a caminar bajo la lluvia en dirección a Curtea de Arges. 

Mientras camino, pienso que soy un idiota que se ha dejado embaucar por las mismas supersticiones que iba a buscar. Los vampiros, los no muertos, las leyendas, son ficciones que sólo existen en mi cabeza, y es el miedo lo que les ha dado forma. He convertido el ruido normal de un bosque bajo la lluvia en una legión de vampiros. 

Camino hora y media respirando la brisa de aquel valle escondido, salpicada por las ráfagas gélidas que vienen de lo alto de la misteriosa cordillera de los Făgăraş, el extremo sur de los Cárpatos, donde se encuentra el monte Montoveanu, el más alto de Rumanía. 

Los mitos y el miedo van desmontándose paso a paso mientras camino por la Valaquia rural de caballos, cercados y granjas, e imagino el enorme tsunami de modernidad que se le viene encima. En nombre de la comodidad y el bienestar, el mundo moderno ha terminado con miles de valles como el del río Argeş, encerrando a sus vacas en establos y forzando a sus burros y caballos a extinguirse para ser sustituidos por coches y tractores, reconstruyendo ruinas como las de Poenari para construir tiendas de artículos de recuerdo, con imágenes de vampiros estampadas en camisetas y tazas del desayuno. 

Atravesando la comarca del Argeş, me siento como un arqueólogo de paisajes, recreándome en imágenes condenadas a desaparecer en nombre del progreso y el dinero. Por el camino, me cruzo con campesinos que me miran con recelo, como si fuese un cuerpo extraño. Ellos han sobrevivido al comunismo y a los reyes, así como a cualquier forma de Gobierno, que siempre les ha menospreciado. 

Me doy cuenta que yo, al no compartir las creencias de sus antepasados, también puedo estar menospreciándolos, y que lo que llamo superstición puede ser sabiduría. Al fin y al cabo, todas las civilizaciones están fundadas sobre creencias sobrenaturales (las religiones) y, una vez entrado en el mundo de lo sobrenatural, es difícil poner límites. 

De repente, me viene a la cabeza el recuerdo del hombre sin piernas del tren. Su cuerpo esquelético, su piel pálida, sus ojos hundidos, su boca sin dientes. No, no puede ser; los no muertos no pueden existir, son sólo supersticiones rurales, leyendas sin fundamento.

Y, sin embargo... ¿por qué sigo teniendo miedo?

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