Correr y viajar: La Paz, Montevideo, Buenos Aires, Moscú


Correr por las ciudades es una forma extraordinaria de descubrirlas. 


He decidido combinar mi afición por los viajes con el "running", y en mi último recorrido por Argentina y Uruguay me llevé unas zapatillas y ropa de deporte en la maleta. El resultado ha sido fabuloso. 

En primer lugar, aclaro que normalmente vivo en La Paz, Bolivia. Aquí salgo a correr en la zona Sur, a más de 3.000 metros de altitud sobre el nivel del mar. El oxígeno no llega, es necesario ir boqueando como un pez, sortear a los perros callejeros -algunos agresivos- y enfrentarse con las cuestas tan características de esta ciudad imposible. Correr es duro, aunque gratificante. 

Corriendo por La paz entre 3300 y 3400 metros

Y gratitud es lo que experimento al trotar por la rambla de Montevideo. Atardece sobre el inmenso Río de la Plata, y la Rambla está abarrotada de corredores y bebedores de mate, la gran pasión de los uruguayos. Los pulmones se llenan de oxígeno y, aunque las piernas comienzan a doler, uno no querría detenerse nunca en su carrera por esta pista kilométrica, interminable y llena de color, playa tras playa, parque tras parque.

Corriendo por Montevideo

La carrera continúa unos días después en Buenos Aires. Los bosques de Palermo, pulmón del centro de la ciudad, son tan grandes que el corredor se pierde y se desorienta, rodeando lagos, cubriéndose del despiadado sol del verano bonaerense 
con los árboles frondosos. Los porteños, fieles a su leyenda, hablan mientras corren, tratando de descomprimirse de las tensiones de la descomunal metrópoli que habitan. Una vez más, el oxígeno penetra generoso en los pulmones, aunque el calor empieza a hacer mella según avanza la mañana. Los bosques de Palermo son fiel reflejo de Buenos Aires: megalómanos. En este caso, esa megalomanía se agradece.

Palermo y sus bosques

Mientras me recupero en Buenos Aires, pienso en otra carrera que hice, años atrás, en uno de los lugares más emblemáticos del mundo. Eran las cinco de la mañana, y tenía la Plaza Roja de Moscú para mí solo. Hacía frío pero no había nieve, y podía ver entre el vaho del amanecer la sombra del grandioso Kremlin, que rodeé corriendo. 

El Kremlin

Correr hace que nos integremos más en los lugares que visitamos (no encontraremos muchos turistas en nuestras carreras), su espíritu y su forma de vida. Y que, por unos minutos o unos kilómetros, seamos paceños, montevideanos, porteños o, por qué no, moscovitas. 

 La Plaza Roja al amanecer
  

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