Los hombres de la selva


Orangutanes. 

Milenios atrás, decidieron protegerse de los peligros de la tierra trepando a la copa de los árboles, desplazándose como equilibristas de piel anaranjada entre ramas y lianas, ayudados por sus extremidades inacabables, escondiéndose en lo más remoto de la selva de Borneo para sobrevivir.

La atmósfera de selva de Borneo es asfixiante. Los árboles llevan siglos compitiendo entre sí por la luz y el aire fresco, y han construido bajo sus copas un mundo oscuro y opresivo, en el que el hombre no es bienvenido. En la gran isla, la selva es una trampa, y camino atravesando un laberinto vegetal en el que el calor me envuelve como si hubiese decidido derrotarme por agotamiento. Una algarabía estrepitosa de insectos, cigarras tropicales, aumenta la sensación de estar atrapado en un incendio sin fuego. Sudo a mares, me cuesta respirar, la sangre de mis piernas parece próxima a hervir, y mis movimientos se hacen cada vez más torpes. Y de repente, un relámpago rojo atraviesa la selva.

Estoy en Kuching, en la región de Sarawak, en la porción malaya de Borneo, una de las tres islas más grandes del mundo, dividida en tres países, Malasia, Indonesia y Brunei, escenario de leyendas de piratas, refugio de animales únicos, hogar de las selvas más antiguas del planeta. 

Un autobús destartalado me lleva a uno de los dos santuarios donde se ayuda a proteger a los hombres de los árboles, los orangutanes. No es un zoo, ni una reserva, ni nada que se le parezca. El santuario de Semengoh es un albergue de peregrinos, al que acuden de vez en cuando los orangutanes que habitan las selvas cercanas, especialmente cuando la comida escasea entre los árboles. He viajado doce mil kilómetros para tener la oportunidad de verlos, sin la más mínima garantía de que así sería. 

Y ahí están. Todo desaparece, el calor, el estrépito de los insectos, la selva. Primero se acerca una hembra, flotando entre lianas, y otra le sigue poco después, con un bebé entre los brazos. Son humanos. No puedo pensar otra cosa. Es una tribu que decidió vivir en los árboles en el momento en que los demás optamos por la tierra. Se mueven por la selva como trapecistas y tímidamente, sin prisa, se acercan a una plataforma de madera en la que los guardas del santuario han dejado algo de fruta.


Cuando una de las hembras desciende para coger un puñado de plátanos, nuestras miradas se cruzan. No hay barreras, y nos separan menos de dos metros; aunque el hombre de los árboles -en este caso mujer- es más bajo y más liviano que yo, sus dientes son preocupantes y su envergadura con los brazos extendidos es portentosa. Si quiere atacarme, puede hacerlo. Sin embargo, en su mirada no hay agresividad. En sus ojos encuentro inteligencia y, aunque no soy el primer ser humano que ve, también hay en ellos una mezcla de curiosidad y expectación. Después de los plátanos, elige un coco, trepa con él con una facilidad pasmosa, y lo golpea contra el árbol hasta que consigue romperlo. Vuelve a bajar y, en un gesto inesperado, abandona la plataforma y camina unos metros por la explanada del santuario, sin que esté muy claro el motivo. Cuando lo hace, mi percepción cambia. Ya no es el animal grácil y poderoso que controla el cielo de la selva; ahora es un ser humano deforme y pequeño que camina asustado. La tierra le espanta y, cuando puede, vuelve a su reino, las copas de los árboles. 

Mientras tanto, el resto de la tribu ha llegado. Soy afortunado y asisto a un baile imposible entre las ramas de orangutanes machos y hembras, adultos y crías, un espectáculo que -ya lo sé- no podré olvidar. Contengo la respiración, pero a ellos no parece importarles mi presencia, y me miran juguetones, con descaro, incluso con cierto aire burlón. Alguien me avisa de que el macho dominante se ha adueñado de una plataforma cercana, y me dirijo hacia allí.

Los guardias nos cuentan que los orangutanes de Semengoh no son agresivos, aunque se han dado casos de ataques a personas. Pero no me siento amenazado. Los orangutanes son casi humanos, y hay bondad en sus ojos. No entiendo cómo nadie se ha dado cuenta de que son el eslabón perdido entre el simio y el hombre, el primate que decidió huir de la maldad para refugiarse en los árboles.


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