Sajama: el Olimpo de los Andes

Los Andes tienen sus propios dioses, su propia civilización y sus propios misterios: son un mundo aparte, que escapa a la comprensión del hombre.



Camino por el corazón del Altiplano hacia tres chullpas, mausoleos aymara de barro que se alzan sobre una planicie inacabable, donde la vida resiste tozuda a la dureza extrema del clima. Las chullpas no parecen construidas por la mano del hombre, y al asomarme a su interior contemplo huesos que parecen haberse fosilizado después de siglos a la intemperie. Son la versión andina de las pirámides que interconectan todas las antiguas civilizaciones.


Chullpas en el corazón del Altiplano
Recorro la carretera desde La Paz hasta Tambo Quemado, en la frontera con Chile. Desde Patacamaya, la presencia humana es anecdótica. Me detengo en Curahuara de Carangas, y allí camino por el pueblo, con un aire remoto a España, donde se encuentra uno de los secretos maravillosos que esconde el mundo mágico del Altiplano: La Capilla Sixtina de los Andes.


Exterior de la capilla sixtina de los Andes

En la plaza de Curahuara hay una hermosa iglesia blanca. Después de recorrer el pueblo en busca del sacerdote polaco que tiene las llaves, entro en la iglesia... y siento ganas de arrodillarme, fascinado, ante el espectáculo.

Todas las paredes de la iglesia, construida en 1608, son murales. Sincretismo de componentes indígenas y de tradición cristiana, los muros de este templo remoto, de cuyo interior no puedo hacer fotografías, explican la Biblia mejor que muchas catedrales europeas. Los murales recrean el Antiguo Testamento y se mezclan con motivos florales pintados con hierbas altiplánicas y sangre de llama. Incrédulo, pregunto al sacerdote por qué eligieron los españoles este lugar tan alejado de todo para construir esta obra de arte. El polaco se encoge de hombros, porque esta capilla sixtina está fuera de toda lógica. Nadie lo sabe. Es otro más de los misterios que encierra el Altiplano. 

Continúo mi camino. Desde hace dos horas, el Nevado de Sajama, la montaña más alta de Bolivia, me contempla de frente, solo en mitad de la llanura. Es un volcán apagado, con una cumbre de nieves perpetuas que corona una mole descomunal de piedra.




Lo rodeo para entrar en el Parque Nacional a través del pueblo de Sajama, la puerta de acceso al coloso. El Nevado no es una montaña; son mil montañas; una diferente desde cada ángulo, y otra distinta en cada momento del día y de la noche.




Una llama y su cría 
La carretera atraviesa el parque entre llamas y vicuñas, que no se acercan al Nevado por miedo a la creciente población de pumas. Al atardecer llego a Tomarapi, un pueblo-albergue construido alrededor de las ruinas de una vieja iglesia. Sólo Dios sabe por qué eligieron los españoles construir iglesias en esta tierra desolada.  
Iglesia de Tomarapi, con el Nevado al fondo
El Nevado de Sajama desde mi ventana en Tomarapi
A la mañana siguiente, después de una noche a quince grados bajo cero, mi coche no arranca. Los pobladores se afanan en  ayudarme a solucionar el problema, hasta que el sol termina por descongelarlo. Entonces me dirijo a la laguna Huañakota, casi a mediodía, y contemplo las aves caminando sobre el agua aún helada. Y de repente...

Un grupo de flamencos rosas alza el vuelo. Aves impredecibles y sorprendentes, son el milagro del Altiplano.

Flamencos sobre la laguna Huañakota
Aún me espera una última sorpresa: las aguas termales. A 4300 metros de altura, con el Nevado de Sajama al fondo, me sumerjo en las aguas calientes que surgen del subsuelo volcánico. 




Y me siento feliz, en paz con la naturaleza.



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