Uyuni - Desiertos de sal, montañas de plata


El salar de Uyuni

La nada. Un mar de sal imposible a las puertas del cielo de los Andes, ciento ochenta kilómetros de este a oeste, ochenta de norte a sur. Un manto salino que oculta un lago que lleva milenios sin sentir la luz del sol: el Salar de Uyuni. 

El Salar es la versión andina de la medusa mitológica: ciega a quien le mira sin protección, y no admite vida alguna sobre su piel. Aunque tolera de mala gana las visitas, de vez en cuando exige sacrificios humanos que los habitantes de la zona apenas mencionan, como si tuviesen asumido que la Pachamama, la madre tierra, tiene derecho a reclamar su cuota de sangre.



Conduzco en la noche andina. A mi espalda, la ciudad minera de Uyuni, buscando en vano las ruinas de su antiguo esplendor. Frente a mí, la nada. 

Tengo que llegar a un hotel hecho de sal. Llevo conduciendo siete horas desde Sucre entre paisajes lunares poblados por llamas y vicuñas, y empiezo a estar agotado. 

Llamas en el camino a Uyuni
Al telefonear desde Uyuni, me indican que la clave para llegar al hotel, que se encuentra a unos veinte kilómetros de la ciudad, es seguir la carretera a Oruro hasta la tranca de Colchani. (Aclaro: Colchani es un pueblo, y tranca una especie de check point). No parece complicado, pero después de preguntar a cincuenta habitantes de Uyuni, asumo que mis posibilidades de perderme son considerables. Las respuestas oscilan entre el aquisito nomás, el no señor, ese hotel no existe, un poquito más y por allá, esta última acompañada por un movimiento del brazo en semicírculo que abarca todo el horizonte. 

La suerte me acompaña, y enfilo la infernal carretera hacia Oruro pensando que me he perdido en un antiguo decorado de Mad Max. Voy dejando atrás vehículos averiados o atrapados en socavones traidores, eligiendo a ciegas en los desvíos y, cuando veo una casa con la luz encendida, me dirijo a ella como Hansel y Gretel a la casita de chocolate. Estoy en Colchani.


La oscuridad en la tierra es casi absoluta, y sólo las estrellas me sirven para orientarme. Sin atravesar la famosa tranca, guiado por las indicaciones de los habitantes de Colchani, fantasmas de sal, llego a un cartel que tiene escrito el  nombre de mi hotel, y entro en un estado de euforia que rápidamente se desvanece: el camino que nace en el cartel es intransitable, como si hubiese sido bombardeado diez minutos antes. Mi coche está a punto de volcar y quedarse atrapado varias veces, hasta que decido salir del camino y lanzarme a ciegas a la estepa de sal.

Los faros iluminan cristales salados, las ruedas derrapan por surcos invisibles, y empiezo a sentir un temor supersticioso. He escuchado que hay lugares del Salar en los que la capa de sal tiene sólo dos centímetros de espesor, y si se rompe es capaz de engullir un coche en cuestión de minutos. Me imagino vagando por toda la eternidad sumergido en el mar oculto de Uyuni, y siento que empiezo a transpirar un sudor frío -en una noche ya helada-. Lejos, distingo una luz sobre un montículo, mi única esperanza.

Es el hotel de sal. Todavía sigo pensando en el mundo submarino del Salar cuando atravieso la puerta del hotel. Mi mente europea está enojada por el hecho de que el único cartel colocado por el hotel llevase a un camino bombardeado, y me dispongo a descargar mi ira contra el pobre recepcionista.   

- Buenas noches -digo- Podrían considerar la posibilidad de cambiar de lugar el cartel que lleva a un camino cerrado ¿no cree?

El recepcionista me observa con los ojos muy abiertos, y atribuyo su reacción a mi tono de enfado.

- ¿Usted es quien ha llamado desde Uyuni hace una hora?

- Sí- respondo indignado- He tardado una hora en recorrer veintidós kilómetros. 

La cara del recepcionista se transforma y se le ilumina con una amplia y sincera sonrisa. Alza los brazos al cielo y grita:

- ¡Más bien enhorabuena! ¡Hay un grupo de argentinos que lleva cuatro horas perdido en el mismo recorrido!

No tengo más remedio que reírme. Se me había olvidado que estoy en Bolivia. Al principio, creo que es un hábil truco para aliviar mi ego, pero dos horas después, cuando me he instalado en mi habitación de sal, llega el convoy argentino. En 2014 se corre por primera vez el Dakar en Bolivia, precisamente por el Salar. No sé si alguien habrá avisado a los organizadores de que llegar a sus hoteles también forma parte de la aventura. 

UnBoliviable.

Habitación en el hotel de sal
Al despertar, aterido de frío porque no hay luz eléctrica -la subestación de Uyuni "se ha caído" y nadie sabe cuándo se levantará- y el generador del hotel no puede hacerse cargo de la calefacción, tengo la sensación de ser Bastián Baltasar Bux, el niño protagonista de la Historia Interminable de Michael Ende. En el libro, Bastián, su amigo Atreyu y el Dragón Fújur son testigos angustiados del avance incontenible de la Nada. Y eso es exactamente lo que veo desde el hotel: Nada de tierra amenazada por la Nada blanca que refleja el cielo.

El avance de la Nada
En la entrada oficial del salar hay un monolito que recuerda un terrible accidente ocurrido en 2008, en el que murieron trece personas (tres bolivianos, cinco israelíes y cinco japoneses) en un choque frontal de dos vehículos. Parece increíble: sólo la niebla pudo provocar un accidente así en un lugar en el que no hay carreteras.

La única manera de orientarse en el Salar es seguir las rodadas de otros vehículos. Aunque desde fuera parece imposible perderse, la sal es traicionera, y su romance con la luz solar crea un mundo de espejismos y fantasía, en el que ni siquiera el GPS es una garantía fiable. Las rodadas -fuera de ellas se distinguen charcos de agua que indican la fragilidad de la superficie- me llevan hasta la madre del Salar: el volcán Thunupa. 


Cuenta la leyenda que el volcán Thunupa, que es una hembra, fue pretendido en matrimonio por todas las grandes montañas de Bolivia, desde los cerros vecinos hasta el lejano Illimani, y finalmente terminó entregando su amor al Wayna (Joven) Potosí, con quien tuvo un hijo al que llamaron Colchani. 

Los pretendientes despechados arrebataron el niño de los brazos de su madre, llevándoselo lejos de ella, y la leche materna de Thunupa, desperdiciada, se derramó a sus pies convirtiéndose en sal. Ése, según la leyenda, es el origen del salar de Uyuni. O al menos, una de las leyendas, porque en Bolivia son infinitas.

El salar es hermoso e inconcebible. La luz en la sal hace imposible no utilizar gafas de sol, y la llanura dispone de todos los matices del blanco, salpicados de los pequeños charcos conocidos como ojos del salar. El agua que hay en ellos tiene un sabor alcalino y es apreciada por los insólitos flamencos rosas que habitan en las fronteras entre el Salar y la tierra.

Apenas quedan restos de tierra firme dentro del mar de sal, y uno de ellos es la isla de Incahuasi. En ella hay cactus gigantes e incluso encuentro una pequeña vizcacha -un roedor que recuerda a un conejo-, y me pregunto qué diablos ven los organismos vivos para haber escogido el Salar como hábitat, cuando el Salar es pura muerte. 

De regreso al hotel, aún sin electricidad, converso con el recepcionista mientras cae la noche. Le pregunto si se pierde mucha gente en el Salar, y me confiesa que así es. En bastantes más ocasiones de las que se tiene noticia hay gente que desaparece y, en la medida de lo  posible, estas desapariciones se silencian para no dar publicidad negativa al Salar. 

Mi amigo el recepcionista me explica que hay un japonés especializado en buscar a quienes se pierden. El nipón, que por alguna extraña razón abandonó su tierra para residir en Uyuni, se basa en la lógica -desconozco cómo- y tiene un porcentaje apreciable de éxito. No hace mucho, rescataron a un grupo que llevaba seis noches perdido en el Salar. 

- ¿Y los que no se encuentran?

Mi amigo se encoge de hombros.

Me lo imagino sin necesidad de que me lo explique: el Salar se los traga y, si dentro de unos siglos la sal se resquebraja, saldrán a la superficie cientos de cuerpos momificados. 



Regreso a Sucre. Por suerte, la subestación eléctrica de Uyuni ha vuelto a la vida y puedo repostar en una gasolinera (habían dejado de funcionar). Conduzco entre llamas y gráciles vicuñas, con los ojos aún doloridos por la luz multiplicada del Salar. No miro atrás, como Lot, para no quedar convertido en estatua de sal.

Al llegar a Potosí me encuentro con esto:


La forma tradicional de protesta en Bolivia es el bloqueo de carreteras. Antes de llegar al país, pensé que los bloqueadores eran feroces guerreros de ponchos rojos, armados con viejos fusiles, palos y armas blancas, pero lo que encuentro es un grupo de señoras tomando sopa, sentadas sobre un puñado de piedras y una bandera. 

Desciendo del coche y me acerco a ellas.

- Buenas tardes, señoras, ¿por qué están bloqueando?

- Porque el agua tiene que ser nuestra, y no de las empresas.

- Tiene toda la razón, señora. ¿Cuándo levantarán el bloqueo? 

- Hasta las seis o siete de la tarde,  no más.

- Vaya... es que necesito llegar a Sucre antes de la noche. 

- Pero el bloqueo no se puede levantar. 

- Lo entiendo señora.

Mientras me doy la vuelta para regresar a mi coche, la señora me llama. 

- Joven -me dice- Si retrocede allá abajito hay un camino secreto que sube hasta el Cerro y baja a Potosí. Así no tiene que esperar.  

- Mil gracias, señora.

Cuando me subo al coche, observo que en otra parte del bloqueo hay un vehículo que intenta pasar por la fuerza. De repente, las tranquilas comedoras de sopa se transforman en feroces amazonas, salen nuevos guerreros de todas partes y el vehículo es zarandeado con violencia. Discretamente, desaparezco de la escena, porque los linchamientos son impredecibles...

Mi anónima benefactora tenía razón, y encuentro un camino que atraviesa varias zonas mineras rodeando el mítico Cerro de Potosí, la Montaña de Plata, cuna de pasado y leyendas.

Pero, citando al propio Michael Ende, ésa es otra historia, y debe ser contada en otra ocasión.

¿Cómo es posible no amar Bolivia?

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