Cazando vampiros (I): Vlad Draculea


Vlad Draculea
Hay un hombre mutilado en el suelo del tren. 

Tiene las dos piernas amputadas a la altura de las rodillas, y un cuerpo esquelético cubierto de harapos. Me mira, y extiende una mano huesuda, oscura y sucia para agarrarme del tobillo. Tiene los ojos hundidos y sin vida, los pómulos tan marcados como si quisiesen huir de la piel, jirones sueltos de pelo ralo en el cuero cabelludo, y la boca sin dientes, abierta en un gesto suplicante, mostrando las encías llagadas.

Estoy en Rumanía. Viajo en tren hacia el corazón de Valaquia, y acabo de dejar atrás los últimos suburbios de Bucarest.


Comparto un arcaico compartimento de madera con siete personas, que no se inmutan ante la aparición del mutilado. Me he sentado junto al pasillo, con la puerta entreabierta para que la corriente de aire alivie el calor sofocante de julio y, sin que yo me diese cuenta, la mano del mendigo se ha deslizado por la rendija hasta encontrar mi tobillo. Le doy unos cuantos leis, más por miedo que por compasión, y entonces el vampiro hace un esfuerzo titánico para abrir la puerta corrediza, gimoteando para ablandar el corazón de mis compañeros de viaje. Nadie le da nada, y se marcha arrastrándose por el pasillo, impulsándose con los codos.

Me acurruco en mi asiento. Viajo parapetado tras un libro mientras observo furtivamente a mis compañeros de vagón y trato de deducir quiénes son y por qué viajan a Piteşti, la estación en la que debo cambiar de tren. Son personas de distintas edades, hombres y mujeres entre los veinte y los cincuenta años, uno de ellos con aspecto de criminal y aliento de alcohol, los demás, estudiantes u operarios de fábrica que me miran entre la indolencia y la curiosidad, porque soy el único extranjero en el tren.

Poco tiempo después, otra mendiga, ésta sordomuda, reparte un pequeño juguete de plástico a cada uno, se marcha a los otros compartimentos y después regresa para reclamar el juguete o una limosna. Nadie le da nada, y uno de los pasajeros, el que tiene aspecto de criminal, se niega a devolverle el juguete. La mendiga reclama, con un gesto de desesperación, pero no consigue recuperar el juguete. Nadie sale a defenderla. Todo ocurre muy rápido, y la mendiga sordomuda se marcha por el pasillo, impotente.

Tengo un sentimiento indefinido entre el miedo y la vergüenza, y miro a través de la ventana para intentar ahuyentarlo. Hemos dejado atrás Bucarest, y al otro lado de los cristales aparece un país distinto al de la capital, con un paisaje en el que alguna fábrica rota y abandonada de la era comunista se alterna con escenas agrícolas de siglos atrás.

El tren avanza tan lento que hasta las carretas de caballos pasan a nuestro lado y nos adelantan haciéndonos burla. La tierra, agostada por el sol, la trabajan campesinos de otra época, ayudados por bueyes, burros y caballos. Los tractores son algo excepcional. Niños descalzos contemplan el tren entre indiferentes y divertidos, saludándonos, haciéndonos gestos obscenos o lanzándonos piedras.





Mi excusa para hacer este viaje -porque todo viaje debe tener una excusa, aunque lo realmente importante es el camino- son los vampiros. Desde que Bram Stoker escribió Drácula a finales del siglo XIX, el mito del vampirismo ha alcanzado unas dimensiones insospechadas, y ha encumbrado a la fama al personaje histórico en el que se inspiró el escritor irlandés: Vlad Draculea, también conocido como Vlad Ţepeş “El Empalador”. 

Dracul significa Dragón, y se refiere al título que obtuvo el padre de Ţepeş por su pertenencia a la Orden de ese nombre, dedicada a combatir a los turcos. Vlad Draculea, hijo de Dracul, fue un príncipe de Valaquia, hoy una región rumana, que vivió entre 1431 y 1476 y se pasó la vida luchando contra los turcos, haciéndose famoso por su extrema crueldad, excesiva incluso para una época en la que la violencia era imprescindible para sobrevivir. Su victoria más sonada la obtuvo en una batalla que no disputó, al hacer retroceder al ejército turco que se disponía a combatirle colocando a ambos lados del camino varias hileras de prisioneros empalados -la estaca se introducía por los genitales o el ano y salía por la boca o el cuello- y asustando a las tropas otomanas. 

Esa afición por el empalamiento, que alimentó numerosas leyendas sobre su crueldad, fue la que le hizo famoso. Vlad tuvo una vida agitada, combatiendo a todo tipo de enemigos -turcos, húngaros, familias rivales- hasta que fue traicionado y murió en una emboscada, sin que ni siquiera haya quedado claro quién le mató. Hasta aquí, la Historia. Después, la leyenda, alimentada por la imaginación de Stoker, que ha magnificado la figura de Vlad Draculea hasta límites insospechados. Pero en realidad, Vlad Ţepeş, el príncipe de Valaquia, no tiene nada que ver con los vampiros. 

El origen de la leyenda de los vampiros se pierde en la noche de los tiempos. En realidad, lo más probable es que los vampiros sean el resultado de una fusión de supersticiones procedentes de varias culturas, que han terminado encontrándose en el arco que forma la cordillera de los Cárpatos desde el sur de Polonia hasta el corazón de Rumanía, destino de las migraciones de varias etnias, principalmente durante la Edad Media. Es difícil determinar qué leyendas o supersticiones trajeron consigo estas migraciones, y cuáles existían antes de su llegada. 

Sin embargo, no es improbable pensar que, por ejemplo, las tribus de la estepa rusa trajeron consigo el Chernobog, el Dios Negro, una deidad oscura y maldita, así como la leyenda de Koshcei, (el Kościej polaco), conocido como "Koshcei el inmortal" ó "Koshcie el sin muerte", un ser malvado de apariencia esquelética cuyas víctimas favoritas eran las mujeres jóvenes. Los vampiros están emparentados con los upir rusos o los vrykolakas griegos, y también parece probable que los gitanos, que llegaron a Europa del Este en el siglo XIII procedentes de la India, vinieran con alguno de los mitos de no muertos de la cultura hindú, como los vedalas. Los no muertos y las figuras vampíricas hunden sus raíces en la antigua Mesopotamia, como la diosa Lamastu, representada con alas y patas de pájaro y cabeza de león, que chupaba la sangre de los hombres jóvenes.



Koshcei el inmortal, de Viktor Vasnetsov



La diosa Lamastu


En Moldavia y Rumania, los vampiros eran conocidos como strigoi, espíritus humanos que habían regresado de la muerte. Después de salir de sus tumbas, los strigois atraviesan distintas fases, primero como un ente invisible y después con apariencia humana. Se alimentan de los vivos, preferentemente chupando la sangre de su corazón, y regresan regularmente a sus tumbas. Pero con el tiempo, pueden vivir donde quieran, incluso empezando vidas nuevas como humanos en otras ciudades, donde pueden formar incluso sociedades secretas. No sólo los muertos son strigoi: también existen los strigoi vivos, brujas o malditos, que tienen una existencia normal. Hay muchas variaciones sobre el mito de los no muertos, y las historias que giran a su alrededor son tan amplias como el mismo miedo. 

Hasta para el alma más racional y menos proclive a creer en las supersticiones y en la magia, Europa del Este, y en especial los Cárpatos, son un lugar lleno de misterio.Los vampiros no dejan de ser una leyenda; sin embargo, detrás de las leyendas siempre existe alguna partede realidad, por mínima que sea, y ésa era la que me disponía a buscar en Valaquia.

Elegí Valaquia como destino porque en esta región, en el remoto valle de Arges, se encuentra el castillo de Poenari, donde vivió el Vlad Ţepeş real, un lugar que curiosamente apenas había sido explotado por el turismo internacional. Aunque la figura histórica de Vlad no tuviese nada que ver con los vampiros, mis amigos de Bucarest me contaron que el valle de Arges aún era un rincón virgen y aislado, donde las supersticiones seguían vivas y el alma de sus habitantes etsaba menos contaminada por la modernidad. A medida que me adentro en Valaquia, comprendo que mis amigos de Bucarest tenían razón. 

El tren avanza tan despacio que parece que en realidad está parado y es el paisaje quien se mueve. La lentitud y el calor crean una sensación de limbo, como si el viaje fuese a continuar durante toda la eternidad. Sin embargo, aunque parece imposible, avanzamos, y en una estación que no recuerdo, el hombre con aspecto de criminal abandona el compartimiento, junto a otros pasajeros. 

Poco tiempo después, uno de mis compañeros de viaje, un joven pálido, con gafas, se acerca a hablar conmigo, en una mezcla de inglés y rumano, un idioma latino muy parecido al italiano y, por tanto, con similitudes con el español. Estudia informática en la capital, y se interesa por la razón de mi viaje. Al contársela, sonríe, como lo habían hecho mis amigos de Bucarest, a quienes les divertía el interés de los extranjeros por Drácula. 

Rumanía, un país sumido en la pobreza, ha aprovechado la novela de Stoker para crear una ruta turística que tiene su punto principal en el castillo de Bran, un lugar que Vlad Ţepeş probablemente ni siquiera visitó, pero con unas infraestructuras adecuadas para el turismo, en la región de Transilvania, algo más desarrollada, y a la que Stoker se refiere en su novela. Aunque los rumanos no tienen reparos en burlarse de Drácula, incluso los más escépticos se resisten a hacer extensiva esta burla a los espíritus, a los no muertos, y el estudiante de informática no es una excepción. Resulta complicado reírse de lo sobrenatural. 

El joven me da algunas indicaciones prácticas -viajo con mapa pero sin guía-, se despide en otra estación, y la oruga de hierro continua atravesando paisajes rurales a paso de asno hasta llegar a Piteşti. El tren es destartalado y decadente. Decadente es una de las palabras que mejor define la situación del bloque comunista después de la caída del Muro. 

Todo parece haber vivido tiempos mejores, pero por alguna razón, o tal vez sin ella, ha caído en el abandono, en especial todo lo público, en lo que la gente ha dejado de creer. Después del racionalismo comunista, son necesarias nuevas creencias, una nueva fe, y las tradiciones ancestrales juegan un papel importante. La religión y las supersticiones, que el comunismo ha tratado de abolir regresan a ocupar un lugar más importante. Creer en algo es necesario, porque el paisaje que yo veo desde el tren es un paisaje devastado, pero no por una guerra. Es un paisaje devastado por la falta de fe. De cualquier fe. 

De repente, sin avisar, cuando ya he perdido la noción del tiempo y del viaje, el tren llega a Piteşti, donde compro un billete para otro tren que parte en tres horas hacia Curtea de Argeş. 

Piteşti es una ciudad industrial, con una plaza grande que tiene un par de hoteles y está llena de jóvenes, a la que se llega desde la estación después de atravesar barrios de colmenas y de casas viejas y destartaladas del siglo pasado. No hay nada especialmente interesante que visitar en la ciudad, así que soy el único forastero, pero no llamo la atención porque mis rasgos son latinos, al igual que los de la mayoría de los rumanos.

Plaza de Pitesti

Sentado en un banco de la plaza, observo lo que parece una tranquila ciudad de provincias, cuyo nombre sólo resulta familiar para los aficionados al fútbol porque su equipo, el Arges Piteşti, ha jugado alguna vez en competiciones europeas. Y, sin embargo, en Piteşti tuvo lugar una de las historias más aberrantes del fallido experimento comunista.



En la década de los sesenta, la prisión de Piteşti fue utilizada en un experimento piloto para la reeducación de los detenidos políticos. Este experimento, heredero inconsciente de los practicados por los nazis, consistió en hostigar a los prisioneros y obligarlos a enfrentarse entre ellos, enemistándolos, para terminar con los lazos de afecto que los unían. 



El propósito último del experimento era parecido al que describiría unos años más tarde el escritor británico Anthony Burguess en “La Naranja Mecánica”: manipular psicológicamente a las personas para crear un Hombre Nuevo comunista, que fuese absolutamente fiel al Sistema, sin interferencias emocionales con otras personas. Parece que el experimento fracasó, aunque la historia de las dictaduras comunistas está llena de traiciones entre amigos y familiares (como la de todas las dictaduras), traiciones que teóricamente se llevaron a cabo en nombre del Sistema pero que en realidad fueron provocadas por el arma más poderosa: el miedo.

Y precisamente ése es el destino de mi viaje: el miedo.


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