Cazando vampiros (II): la maldición del monasterio


El tren que me lleva a Curtea de Argeş va lleno de gente que no pertenece a este siglo. 

El paisaje también corresponde a otra época, la de cavar la tierra con azada, lanzar las semillas con las manos y uncir los bueyes al yugo. Recuerda a las películas de vampiros en las que el carruaje de Jonathan Harker se dirige hacia el castillo de Drácula por un valle sombrío, en el que un puñado de campesinos vestidos de negro trabaja la tierra mientras los lobos aúllan. 


Allí están aquellos campesinos. Se sientan junto a mí, amables y tímidos, ancianos sin dientes y mujeres con pelos en la barbilla vestidas de negro, de apariencia medieval. Me miran como si fuese un fenómeno raro, un accidente en el tren. Hay momentos en los que dudo estar en el mismo año en el que comencé mi viaje, como si en algún lugar hubiese atravesado un túnel del tiempo sin darme cuenta. Miro a mi alrededor, y no veo absolutamente nada que me indique que estoy en 2003 y no, por ejemplo, en 1873. Aquí, el mundo apenas ha cambiado. 

En el tren sólo viaja gente del valle. También hay personas de la ciudad que regresan a la aldea de sus padres, con el gesto fatigado y serio. Para los campesinos que van en el tren, el acto de viajar tiene algo de mágico. Han intentado arreglarse lo mejor posible, y llevan con ellos provisiones -queso y embutidos- que me ofrecen como muestra de hospitalidad.

El tren avanza por el valle del río Argeş, que corre paralelo a la vía, hacia una cadena montañosa que va cerrándose en el horizonte a medida que nos acercamos. Pese a que estamos a finales de julio, el verde brillante de la hierba y los árboles tiene un protagonismo absoluto. Al bajarme en la estación de Curtea, fin de trayecto, camino por una carretera interminable hacia el hotel, mientras siento que he llegado al final del túnel de tiempo. 

El hotel huele a comunismo, aunque Curtea no. Tampoco veo signos del capitalismo voraz, que ya ha colonizado barrios enteros de las principales ciudades del antiguo bloque soviético, pero no ha tenido aún tiempo suficiente para llegar hasta las zonas rurales. 

El comunismo ha caído y sus símbolos han sido demolidos, pero sus huellas siguen vivas en algunos edificios de los pueblos, testigos de un paréntesis de la Historia que se resiste a desaparecer. Sin embargo, el olor a comunismo que perdura en las ciudades, hecho de gasóleo, humo de fábrica, patatas y repollo, se diluye en Curtea de Argeş entre los perfumes de una naturaleza fuerte y vigorosa, bocanadas de hierba húmeda y recién cortada, el olor del abono y el de los animales de campo, un olor a establo y corral. 

El calor no ha logrado atravesar la barrera de las montañas, y el valle del Argeş forma una burbuja fresca, por la que camino desorientado, sin más vínculo con mi mundo de origen que un teléfono móvil sin cobertura, contento de que nadie pueda localizarme en ese rincón remoto. 

Esa noche ceno un plato de sarmale -rollos de col rellenos con carne y arroz- en un pequeño restaurante de la calle principal, donde intercambio miradas y sonrisas con la camarera, que tiene aproximadamente mi edad. La belleza de aquella joven de Curtea habla de su país, y casi se puede reconstruir la Historia rumana leyéndola en su cuerpo. 

Pese a que en el imaginario de Europa occidental los rumanos se identifican muchas veces con los gitanos -que viven fundamentalmente en la frontera norte y junto al Danubio-, la mayoría tienen poco que ver con los romanís. En la genética rumana, los rasgos latinos de los antiguos colonizadores romanos de la región de Dacia se mezclan con los de los eslavos del Norte, los otomanos del Sur, los tártaros del Este y los gitanos de Bohemia, creando resultados sorprendentes. 

La camarera tiene el pelo negro y las facciones armónicas de los antiguos romanos, la tez pálida de los eslavos, un aire agitanado en la sonrisa, y los ojos verdes ligeramente achinados, recuerdo de alguna remota invasión asiática. Es delgada, pero tiene las caderas anchas y el pecho abundante de las mujeres mediterráneas. 

Pero, sobre todo, destaca en ella una sonrisa perfecta, de dientes pequeños y blancos. En Rumanía, como en toda Europa del Este, los dientes marcan la diferencia entre la riqueza y la pobreza, entre la belleza y la fealdad. Ella lo sabe, y los muestra generosamente al sonreír. La noche ha caído sobre el valle del Arges, que tiene un aspecto algo siniestro, pero la camarera hace de Curtea un lugar seguro y acogedor. A veces, es maravilloso viajar solo. 

LA LEYENDA DEL MONASTERIO

Cuenta una antigua leyenda que hace quinientos años existió un monarca de Valaquia, el Príncipe Negro, que quiso levantar un monumento para conquistar la inmortalidad. Para ello encargó a Manole, el maestro constructor más famoso de la época, que creara la iglesia más bella jamás vista. 

Manole, que tenía tanto talento como vanidad, aceptó el reto y comenzó ilusionado la construcción del Monasterio de Curtea de Argeş, al mando de su cuadrilla, deseando que todo su conocimiento y su habilidad quedasen reflejados en él para hacerse también un hueco en la posteridad. Pero Manole pronto comprobó que la dicha no sería fácil, ya que una maldición flotaba sobre su trabajo: por alguna misteriosa razón, todo lo que edificaba durante el día se desmoronaba al caer la noche. 

El maestro constructor buscó todas las soluciones racionales y utilizó todas las técnicas imaginables, pero ninguna dio resultado. Entonces, acudió a la magia e invocó a todos los dioses que conocía. Nada funcionó: la fuerza misteriosa insistía en destruir a la luz de la luna todo lo construido bajo los rayos del sol. Manole y su cuadrilla pasaban las noches en vela para estudiar el fenómeno, y veían impotentes cómo al anochecer las piedras se desprendían de la pared sin razón aparente y sin que los constructores pudiesen hacer nada por evitarlo. Una noche, Manole tuvo un sueño en el que le fue revelado que, para poder finalizar el edificio, era necesario el sacrificio de una vida humana.

El sueño de Manole
El arquitecto, amenazado de muerte por el Príncipe Negro y con su vanidad herida, contó el sueño a sus ayudantes, quienes, movidos por la desesperación, decidieron hacer caso a la revelación. Necesitaban un sacrificio, y decidieron que sería el azar el que escogiese la víctima. Alguien mencionó que podía ser una de las mujeres de un pueblo cercano que solían traerles la comida y, para no echarse atrás, todos juraron por la salvación eterna de sus almas que la primera mujer que se acercase a la iglesia se convertiría en el tributo para acabar con la maldición.

Quiso el destino, siempre caprichoso e irónico, que la primera mujer que se acercó a la construcción después del juramento fuese Ana, la esposa de Manole, embarazada de su primer hijo. 

El arquitecto, que la vio venir a lo lejos, quedó espantado por lo que iba a suceder y pidió a Dios que desatase una tempestad para hacerla retroceder. Atendiendo a los ruegos del maestro constructor, el cielo se rompió en una tormenta descomunal y rabiosa de rayos y truenos que hizo temblar el valle de Arges, pero Ana, deseosa de encontrarse con su marido y sin escuchar los gritos de éste pidiéndole que no se acercase, no vaciló y siguió caminando bajo la lluvia torrencial hasta pisar el umbral de la iglesia. En ese momento, la tempestad cesó de repente. Desesperado, Manole miró a sus ayudantes, y comprendió que el destino había hablado y que no podía romper su juramento.

La mujer de Manole
El arquitecto se retiró para apoyarse en un árbol cercano, a punto de desvanecerse, y sus ayudantes, actuando como si bromeasen, empezaron a emparedar los pies de la mujer de Manole junto a la pared del monasterio. Después continuaron con las piernas, y Ana, que al principio se reía creyendo que se trataba de una broma, empezó a pedir a los constructores que se detuviesen. Cuando la pared hubo alcanzado su vientre, gimió, suplicó, gritó, lloró y llamó a Manole, pero éste no respondía. Entre lágrimas, empujados por el juramento, todos siguieron edificando la pared alrededor de Ana, que, finalmente, murió emparedada viva. Aquella noche, la iglesia no se desmoronó: la fuerza misteriosa había sido complacida. 

Emparedando a la mujer de Manole
Cuando el Príncipe Negro se acercó a contemplar el resultado de su encargo, Manole y sus hombres estaban en el tejado, dando los últimos retoques a la que hoy es la iglesia más hermosa de Rumanía. 

El monarca, muy satisfecho, preguntó a los constructores si serían capaces de levantar otra iglesia aún más bella, y Manole, en un arrebato de vanidad, respondió afirmativamente. El Príncipe, temiendo que otro monarca pudiese disfrutar en su territorio de una obra de arte más hermosa, ordenó que fuesen retiradas todas las escaleras para que Manole y sus hombres no pudiesen bajar del tejado y muriesen de hambre y sed en lo alto de la iglesia. 

Sin embargo, cuando cayó la noche, los constructores, rebelándose a su destino, fabricaron unas alas rudimentarias con los pocos materiales que tenían en el tejado, y trataron de alzar el vuelo con ellas, aprovechando el fuerte viento del valle del Argeş. 

Manole lanzándose a volar
Según cuenta la leyenda, ya habían conseguido empezar a volar cuando el viento se detuvo, y Manole y sus hombres cayeron al suelo, muriendo al instante. 

Hoy, el Monasterio de Argeşului es el lugar en donde están enterrados los reyes rumanos. Es una isla bizantina y blanca, una iglesia delicadamente trabajada y situada en un valle que parece ajeno a ella, como si la hubiesen robado de la antigua Constantinopla y la hubiesen elevado por los aires, cruzando el Danubio, para depositarla en secreto al pie de los Cárpatos. 

No es la primera vez que escucho una leyenda como la de Manole. Muchas veces, las leyendas son capaces de atravesar más fronteras que la Historia o la literatura. 

En otros lugares, muy lejanos de Curtea de Argeş, también existen leyendas sobre tiranos que dejan ciegos a sus artistas favoritos para que no levanten palacios o iglesias más hermosas, edificios que requieren sacrificios humanos para ser terminados, y creadores vanidosos que construyen alas que no funcionan, como las de Ícaro. 

Quizá el origen de las leyendas esté en la misma naturaleza del ser humano, y por eso se repitan en lugares tan lejanos. Pero también es posible que en la Antigüedad, antes de que la memoria del hombre empezase a tomar forma y convertirse en Historia, viajeros errantes, cuyo nombre no quedó registrado para la posteridad, atravesasen mares, desiertos, montañas y ríos llevando como equipaje un fardo lleno de leyendas que se desplazaron con ellos a otras tierras, para echar raíces en lugares distintos a aquellos que las vieron nacer. 

EL MUSEO SECRETO

El museo histórico de Curtea de Argeş es una construcción compacta y cúbica, al más puro estilo comunista. Es media mañana y el museo parece cerrado, pero cuando me doy la vuelta para marcharme me detiene un hombre canoso de aspecto venerable, director, conservador, guía y taquillero del museo y, encendiendo todas las luces, me invita a entrar con una ilusión casi infantil, como si fuese el único visitante en semanas (tal vez lo sea). 

Dentro del museo, entre cientos de objetos de valor adornados con un halo de misterio, hay algunos realmente sorprendentes, como un documento redactado por el mismísimo Vlad Ţepeş, y un gran escudo nobiliario labrado en una piedra, que muestra a un dragón atrapando a un león entre sus garras. El dragón representa a Vlad Draculea, y el león simboliza el Imperio otomano, el enemigo al que el Empalador combatió durante toda su vida. 

Terminada la visita del museo, el animoso director me invita a su despacho, donde me enseña un auténtico tesoro que no tiene nada que ver con Vlad Ţepeş , ni con la Edad Media, ni con el desafortunado Manole. Su tesoro consiste en una colección de libros que ha escondido ante la llegada de los nuevos tiempos, por si acaso los prohibían, libros sobre el socialismo y el comunismo escritos en decenas de idiomas, rumano, inglés, francés, ruso, chino, español, libros que hablan por sí mismos del amplio intercambio cultural entre los países de órbita soviética. 

Al otro lado del Muro, protegido por el velo de la incomunicación, vibró durante décadas un mundo amplio e interconectado, que parece haberse escondido al llegar el siglo XXI, como avergonzado, bajo la alfombra del tiempo. No sólo han desaparecido las estrellas, hoces y martillos, sino también las estatuas y los libros, que han encontrado su último refugio en los archivos secretos de los nostálgicos.

El director me habla un buen rato de Valaquia y de Vlad Ţepeş, creyendo que es eso lo que he venido a buscar, haciéndose entender en una mezcla de rumano e italiano y, al despedirme, me regala un puñado de postales viejas, que aún conservo. 

Una de ellas, mi favorita, contiene el retrato de Vlad el Empalador que le ha hecho famoso, un hombre enjuto con los ojos ligeramente saltones, los pómulos hundidos, bigote y perilla hirsutos y la mueca cruel. Ése era el Vlad que hizo retroceder aterrorizadas a las tropas turcas que se dirigían a combatirle, el mismo al que Stoker hizo pasar a la leyenda. 

El mismo cuya última morada conocida me dispongo a visitar.


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