Entre las formas de reinvención que ha ofrecido América Latina, una de las más llamativas fue la de los nazis que llegaron al Cono Sur después de perder la Segunda Guerra Mundial.
Paraguay es el país paria de América del Sur, título que sólo podría disputarle la vecina Bolivia. Está encerrado en mitad del continente sin salida al mar, y es un sitio al que, en teoría, hay pocas razones para viajar. Apenas tiene atractivos turísticos, no es lugar de paso para ninguna parte y además tiene una naturaleza agreste, hostil y poco domesticable. Esas peculiaridades, que condujeron al país a un sostenido aislamiento histórico, también lo convirtieron en el refugio ideal para aquellos que querían desaparecer del mundo.
Ese aislamiento también sirvió para proteger al pueblo guaraní, los indígenas paraguayos. Hoy, Paraguay es uno de los países con mayor influencia indígena de América Latina. El guaraní, un lenguaje indígena con una sonoridad y musical especiales, es idioma oficial junto al español, y es corriente el uso conjunto de ambos. Algunas de las palabras más hermosas de América han nacido del guaraní, como Iguazú -Agua Grande-, Uruguay -Río de caracoles -, yacaré -el caimán autóctono-, tucán, guaraná, tereré -el mate frío típico en Paraguay-, maraca e incluso tanga.
Hoy, un paseo por Asunción me confirma la herencia indígena al observar a las personas que caminan por la calle de la Estrella, en el microcentro histórico de la ciudad. Los guaraníes han llegado en buena salud hasta el siglo XXI. El indígena guaraní, pequeño y moreno, está dotado con un rasgo especial, una sonrisa extraordinaria y dulce, que transmite paz. En algunos casos, la fisonomía guaraní ha adquirido elementos europeos, especialmente arios, como los ojos verdeazulados o el pelo claro. En el resto del continente, esta mezcla entre indígena y europeo suele tener otras características, porque el mestizaje más común era el que se producía entre indígenas y latinos, en un principio españoles y portugueses. En Paraguay, sin embargo, la mezcla con los europeos del Norte, que llegaron en varias oleadas, ha creado mujeres de una belleza particular.
El hotel las Margaritas, en la esquina de las calles Estrella y Quince de Agosto (en esa fecha, en 1537, fue fundada Asunción) tiene una piscina en la azotea. Mirando en dirección del río Paraguay, puede verse el microcentro, no más grande que un pueblo europeo, en el que se concentra la Asunción histórica. Al otro lado, se divisa una ciudad sin ningún tipo de belleza, con calles alineadas en cuadrículas, y un puñado de modestos rascacielos sin adornos, alineados sin orden ni concierto, como tocones de árbol que hubiesen sobrevivido a un incendio.
El microcentro concentra la mayor parte de edificios oficiales, reductos de la época colonial, que evocan a la perfección la época en la que Asunción era la "Madre de Ciudades", porque en la época de la Conquista fue un punto de partida para fundar otras ciudades de la región, así como un centro clave de abastecimiento. Esa época dorada acabó, y Asunción, como tantas otras ciudades, terminó hundiéndose en un letargo histórico en el que aún continúa sumida.
Al caminar por las calles principales, que agrupan el Panteón de los Héroes, la Casa de la Independencia y el Parlamento de Paraguay -donado por Taiwán-, entre otros edificios del Gobierno, la sensación que ofrece Asunción es la de una desolación soñolienta. Los niños guaranís, descalzos, revolotean alrededor de los raros viajeros que caminan dubitativos por un centro que parece una imitación defectuosa de algún barrio de Buenos Aires, y los despachos de los funcionarios, con las ventanas abiertas, muestran centenares de expedientes apilados unos sobre otros, destinados al olvido, devorados por una burocracia inútil, kafkiana.
En el río Paraguay hay un pequeño buque de guerra, anclado en la bahía de Asunción, oxidado como si todo el mundo se hubiese olvidado de él. Apenas hay tiendas en las calles principales (la más llamativa es una armería) y los restaurantes y los cafés pugnan por dar vida a una ciudad que parece resistirse a cualquier síntoma de vitalidad como si fuese una enfermedad contagiosa. Durante el tiempo que paso en Asunción, sólo una concentración de gente que tiene vocación de convertirse en histórica, rompe la monotonía letárgica.
Me acerco a la Plaza de la Democracia para observar a los manifestantes, que no suman quinientas personas, y trato de leer las pancartas. Descartando las escritas en guaraní, leo otras en las que se reclama una reforma agraria, otras en las que se protesta por la educación, otras en las que se denuncian las condiciones laborales de los paraguayos, y otras que tienen un carácter casi individual, porque mencionan empresas o personas puntuales. Intrigado, pregunto a varios manifestantes por la razón de la protesta y, al ver que ninguno sabe darme una respuesta clara, como si la cosa no fuese con ellos, o me remiten a lo escrito en la pancarta que les queda más cercana, me acerco a una mujer que ocupa un lugar preeminente en la movilización (preeminente porque está en una cota más elevada, no porque en la plaza haya algún tipo de organización) y le pregunto.
La chica, mezcla de rasgos arios y guaranís, me mira como si fuese un marciano, y como si no pudiese creerse mi pregunta:
- Pero ¿no lo ve? ¡Es la movilisasión!
Desarmado ante la rotundidad de la respuesta, renuncio a seguir preguntando, y saco la conclusión de que lo importante no es la razón de la protesta, sino la protesta en sí misma. Cada uno tiene sus motivos particulares por los que unirse a la movilización, y todos juntos consiguen verse arropados en sus reivindicaciones, aunque unas no tengan nada que ver con las otras.
Caso aparte es la manifestación de los Sin Tierra, que también se han sumado a la movilización. A diferencia de los militantes del MST de Brasil, que caminan y protestan siguiendo una organización y unas directrices, los sintierra paraguayos son la máxima expresión de la miseria, de una pobreza africana en el corazón de América Latina. Hombres, mujeres y niños están tirados en el suelo, bajo soportales de la estación de ferrocarril que imitan a los templos griegos, durmiendo para engañar el hambre, amontonados en un revoltijo de cuerpos que recuerda un campo de batalla lleno de cadáveres, con una bandera roja que proclama su lucha por la tierra.
En Paraguay, los pobres son especialmente desgraciados, y muchos de los campesinos se convierten, sin saberlo a veces, en soldados de la droga. Paraguay es uno de los mayores productores de marihuana del mundo, si no el mayor. Los narcotraficantes envían a ejércitos de desarrapados a que ocupen tierras, con el fin de cultivar marihuana en ellas, y después evitar que las autoridades -las que no son corruptas- les molesten.
A veces, este ejército de miserables se encuentra con terratenientes que cultivan soja -el oro verde- y se niegan a que sus campos sean ocupados, contratando sicarios brasileños para defenderlos. En Paraguay, la vida no vale gran cosa. El mismo año en el que visito por primera vez Asunción, se declaró un incendio en los grandes almacenes Ikuá Bolaños. La reacción del dueño fue ordenar que se cerrasen las puertas para que nadie pudiese robar, y el resultado fue que los clientes se quedaron atrapados dentro. Hubo más de trescientos cincuenta muertos calcinados y asfixiados por la avaricia del propietario.
Paraguay ha sido un país desgraciado desde la Guerra de la Triple Alianza, que comenzó en 1864 y duró seis años. En este conflicto tremendamente desigual, en el que Paraguay se enfrentó con una coalición formada por Brasil, Argentina y Uruguay, ayudados por la financiación británica, el destino del país se torció. Perdió gran parte de su territorio, la guerra aniquiló a un ochenta por ciento de su población, y quedaron tan pocos hombres, que fue necesaria la legalización de la poligamia, hecho excepcional en un país católico, para repoblarlo. Más de un siglo después, Paraguay continúa sin poder digerir aquel golpe que, sin embargo, lo convirtió en un terreno aún más fértil para la inmigración. En concreto, para una inmigración especial que habla alemán: los mennonitas.
Los mennonitas son un grupo religioso conservador, cuya doctrina se basa en la Biblia como palabra de Dios (algo similar al modo en el que los musulmanes conciben el Corán), que fueron expulsados de la mayor parte de Europa en el siglo XIX, refugiándose en Rusia. Desde allí, volvieron a ser expulsados por la revolución comunista del 1917, emigrando a EEUU y Canadá. A causa de un giro sorprendente de la Historia, un importante contingente terminó llegando en 1926 a la región más inhóspita de Paraguay, el Chaco.
Miguel Ángel, un joven y brillante jurista paraguayo, de ilustre ascendencia (bisnieto de Presidente e hijo de Ministro), con apellidos muy conocidos en Asunción, (en América Latina, un puñado de sagas familiares han ido sucediéndose a lo largo de los años en el control de sus respectivos países, usando los apellidos como los escudos nobiliarios en la Edad Media) me explica amablemente varias de las claves de Paraguay, entre ellas la llegada de los mennonitas.
- En aquella época, teníamos un problema enorme de delimitación de tierras con Bolivia en la zona del Chaco- me dice mientras compartimos un surubí, un pez enorme con sabor a río que parece una reliquia del Paleolítico- Es una tierra terrible de junglas y pantanos, llena de yacarés y serpientes, en la que vivir no es fácil, y nadie quería establecerse allí. Sin embargo, el Presidente Ayala ofreció a los mennonitas tierras gratuitas si se instalaban allí. Los mennonitas creyeron haber encontrado la tierra prometida, y se instalaron en el Chaco, fundando varias colonias que se desarrollaron rápidamente.
En 1932, estalló la Guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay, la más sangrienta del siglo XX en Latinoamérica y, aunque el ejército boliviano era más numeroso, tuvo que rendirse porque las tropas paraguayas disponían de una cadena de abastecimiento mucho más efectiva, en la que fueron muy importantes las colonias mennonitas, puestos avanzados en el Chaco. Todavía hoy, los mennonitas son muy importantes en la economía paraguaya, especialmente en la producción de lácteos. Tal vez la intuición del Presidente Ayala consiguió que Paraguay no desapareciese.
Los mennonitas, que tienen su propio sistema educativo y siguen conservando el alemán como primer idioma, son pacifistas a ultranza, y durante muchos años vivieron en un Estado dentro del Estado paraguayo, dedicándose a la agricultura y la ganadería, sin preocuparse lo más mínimo por lo que ocurría en Asunción, y evitando avances como el teléfono, la electricidad, la televisión, los coches... Sin embargo, cuando en los años ochenta se abrió la ruta 9 (más conocida como la autopista Transchaco), los mennonitas comenzaron a adentrarse en el camino a la modernidad, integrándose lentamente en el Paraguay y perdiendo poco a poco sus tradiciones.
Pero los mennonitas no fueron los únicos inmigrantes germano-parlantes que llegaron a Paraguay. La inmigración alemana hacia este país, Bolivia y las provincias fronterizas de Argentina comenzó cuando aún no había nacido el nacionalsocialismo, en un período en el que para los alemanes, que vivían los rigores y penurias de las sucesivas guerras en Europa, el Cono Sur era su particular Eldorado, un lugar que les ofrecía la oportunidad de ser dueños de extensiones de tierra inimaginables en sus países de origen. Al mismo tiempo, los Gobiernos de Sudamérica necesitaban colonos para que poblasen las tierras más alejadas de los núcleos urbanos y las reclamasen para sus respectivos países -Argentina, Chile, Paraguay, Bolivia, Brasil...- en una época en la que las fronteras eran teóricas y flexibles.
El éxodo alemán se multiplicó en Paraguay después de la Segunda Guerra Mundial, amparado por el dictador Alfredo Stroessner. Stroessner, hijo de un alemán de Baviera y una campesina paraguaya, desarrolló una brillante carrera militar antes de llegar a la Presidencia, donde permaneció desde 1954 hasta 1989, siendo el segundo gobernante latinoamericano que se mantuvo más años en el poder, después de Fidel Castro. Pro norteamericano y anticomunista, su dictadura se caracterizó por el uso de la represión, el secuestro, la tortura y el asesinato político, formando parte del Plan Cóndor, una alianza entre las dictaduras del Cono Sur para perseguir y asesinar activistas de izquierda en la época de la Guerra Fría.
Paraguay, un país olvidado por el resto del mundo y dominado por la dictadura del Stroessner, que simpatizaba con los postulados de Hitler, se convirtió en la tierra prometida para los nazis que vagaban por el mundo huyendo de la justicia, y en especial de dos de los más ilustres: Joseph Mengele, el Ángel de la Muerte de Auschwitz, y Edward Roschmann, el carnicero de Riga.
Mengele huyó a la ciudad de Hohenau en 1949, con la colaboración de la organización ODESSA, una organización de antiguos miembros de las SS que ayudó a muchos prófugos nazis. Hohenau, que había sido fundada por colonos alemanes, está situada en un enclave remoto entre colonias mennonitas germanoparlantes, y era un lugar ideal para esconder nazis.
Posteriormente, pasó unos años viviendo en Buenos Aires, creyendo que el mundo se había olvidado de él; sin embargo, Simón Wiesenthal, el cazanazis más famoso de la historia, logró ubicarlo. Valiéndose de un amigo, Mengele consiguió la protección de Stroessner y partió hacia Paraguay, para marcharse después a Brasil, donde ni siquiera el poderoso servicio de inteligencia israelí, el Mossad, pudo encontrarlo. Tras su muerte, Mengele dejó una extraña leyenda en Latinoamérica.
Una de las mayores obsesiones de Mengele ya en Auschwitz fueron los gemelos, tal vez porque quería que la raza aria se reprodujese lo más rápidamente posible. Hoy, existe un pueblo en Brasil, en el que habría trabajado Mengele, llamado Cándido Godoy, que se ha convertido en una “tierra de gemelos”, un lugar en el una de cada cinco embarazadas da a luz a gemelos, cuadriplicando la media mundial. Se trata de una pequeña colonia agrícola alemana en el Estado de Río Grande do Sul, cuyos habitantes conservan la lengua y las costumbres transmitidas por los primeros emigrantes. Especialistas de todo el mundo han venido a estudiar el fenómeno de los gemelos, sin ser capaz de explicarlo, lo que ha aumentado el mito de Mengele, recogido en la película “Los Niños del Brasil”, donde el Ángel de la Muerte pretendía clonar noventa y cuatro veces a Hitler. Treinta años después de su muerte, aún ha dejado muchos misterios por resolver.
Menos conocido que Mengele fue Edward Roschmann, el carnicero de Riga, un miembro de las SS que fue el jefe del ghetto judío en la capital de Letonia, o Hans Rudel, uno de los mejores pilotos de la Fuerza Aérea alemana, entre otros ilustres nazis que encontraron refugio en el Paraguay de Stroessner. Aún hoy, cientos de rumores sobre nazis siguen corriendo por un país misterioso, en el que nada es seguro, ni cierto ni contrastable, ni siquiera las leyendas. Lo único que parece acercarse a la verdad es que en el Paraguay de hoy viven una mezcla heterogénea de mennonitas, guaranís, familias ilustres, descendientes de nazis, narcotraficantes, contrabandistas y cazadores de fortuna que buscan, como siempre, un brillante Eldorado.
En la época en la que abandono Paraguay, el aeropuerto Silvio Petirrossi tiene tres vuelos diarios, a Río de Janeiro, São Paulo y la ciudad argentina de Córdoba. Mientras espero mi vuelo a Río, dos pequeños guaranís se acercan con el kit de limpiabotas, y me muestran su sonrisa más amable.
- ¿Lustro, ñor? -dice uno de ellos.
Entiendo que me preguntan si quiero limpiarme los zapatos y, como me he quedado sin guaranís, le respondo que no con la cabeza. El niño se me queda mirando, incrédulo.
- ¡Pero si están sucios!
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