En el despacho del señor S - la Bulgaria de Stalin

Estoy perdido en el Ministerio de Hacienda de Bulgaria, un siniestro y laberíntico edificio comunista en el centro de Sofía, en 1998. 

La mayor parte de mis visitas a los ministerios de países de la Europa ex comunista comienzan con un peregrinaje por pasillos oscuros de techos enormes, pensados con una lógica incomprensible, con ascensores que llegan a unas plantas sí y otras no, y sorpresas en cada rincón, como un laberinto del Minotauro imaginado por Stalin. 

Como es habitual en las administraciones comunistas, el Ministerio no tiene mapa ni  recepción, y camino al azar preguntando por el señor S. como un peregrino extraviado recitando una plegaria mágica, en busca de algún alma piadosa que me indique el camino correcto.


Como en una pesadilla kafkiana, al entrar en el ministerio he ido perdiendo la noción del tiempo y del espacio, caminando sin rumbo por larguísimos pasillos oscuros con decenas de puertas cerradas, sin encontrar ninguna ayuda en las escasas indicaciones de las paredes, escritas en cirílico. Encontrar a una persona es un acontecimiento excepcional, y cuando esto sucede, el funcionario, que suele llevar en la mano un rollo de papel higiénico, me observa con extrañeza, preguntándose qué inexplicable razón me ha traído a este lugar. 




Llego a mi destino cuando ya había perdido toda esperanza de hacerlo. Es un despacho destartalado de techos altísimos, que probablemente no ha sido reformado ni retocado desde la construcción del edificio, varias décadas atrás. Está previsto que esta mañana, en este Ministerio, el señor S. cierre con su firma un convenio entre España y Bulgaria, pero cuando llego a su despacho, el señor S no está. 

En el despacho del señor S. hay dos mujeres que se presentan. Margarita, treinta y tantos años, con el pelo corto, es pequeña e hiperactiva. Masha, de veinticinco, es alta y tiene cara de pícara. La escenografía dice mucho de lo que ocurre. 

La mesa principal del despacho, la del director -el señor S.- está vacía. Margarita y Masha se apretujan en una pequeña mesa circular colocada en la esquina más alejada de la mesa principal, parapetándose tras un fajo de carpetas, como si tuvieran frío o un temor supersticioso. Pregunto por el señor S. 

- El señor S. no ha llegado todavía- dice Margarita, confirmando con solemnidad la evidencia. 

Mantengo con ellas una conversación insustancial que dura un buen rato, y percibo que las dos búlgaras están nerviosas por algún motivo que se me escapa. Vuelvo a preguntar por el señor S. El tiempo pasa, y mi avión regresa a Madrid esa tarde. Margarita, que es la jefa de Masha, insiste en que es cuestión de minutos que el señor S. aparezca. 

Después de media hora, vuelvo a preguntar, y entonces Margarita se levanta, acercándose a la mesa del señor S. con cautela, como si temiese a alguna presencia sobrenatural, y llama utilizando un teléfono que podría haber estado en la mesa de Jruschev en 1957. Después, Margarita y Masha conversan entre ellas en un búlgaro apresurado, ininteligible, y me dicen que el señor S. ha tenido un pequeño percance con el coche, y por eso se está retrasando. Pregunto a Margarita si, dado que el convenio ya estaba negociado previamente, podría firmarlo ella en lugar del señor S. Margarita niega con vehemencia y da un respingo, como si yo hubiese blasfemado. 

Seguimos esperando y, a pesar de que la conversación con las dos mujeres es agradable, empiezo a ponerme nervioso. Pasa otra media hora, y el señor S. no aparece. Entonces me dirijo a Margarita y le pido por favor que utilice otra vez el teléfono arcaico de la mesa del señor S., que se ha convertido en nuestro único vínculo con el mundo exterior, para preguntar por él o, en su caso, pedir autorización para firmar el convenio. Margarita atiende a mi petición, y después de la llamada vuelve a la pequeña mesa circular con cara de circunstancias. 

- Parece que el accidente ha sido más grave de lo que pensábamos, y el señor S. ha tenido que ir al hospital. 

- Lo siento mucho- respondo- Entonces, creo que está justificado de sobra que firme usted el convenio- A esas alturas, tengo la sensación de que la ausencia del señor S. no es más que una excusa para tratar de evitar la firma por alguna razón desconocida. 

- No estoy autorizada- dice. 

- Alguien debe estarlo- insisto- No se puede caer el mundo si el señor S. no está. 

Margarita regresa al teléfono. Mientras tanto, en el despacho, el tiempo pasa y no pasa a la vez. Hemos entrado en un limbo absurdo, en el que no sentimos ni hambre, ni sed, ni tampoco ninguna necesidad vital. Todo gira en torno a la ausencia del señor S. y a la firma del convenio, y la Unión Europea, Bulgaria y España no son más que recuerdos lejanos, casi incomprensibles, delirios oníricos, irreales, en un mundo hijo de Beckett y Kafka, que ha quedado reducido a un despacho con un techo alto y dos mesas. 

- Parece que las heridas del señor S. son de cierta gravedad, y ha tenido que quedarse en el hospital, ingresado. 

- Es una pena- digo- Pero ahora nadie puede negarle el derecho a firmar ese convenio en su lugar. 

- No estoy autorizada- repite Margarita, como si fuese un mantra. 

Pierdo la paciencia. 

- Creo que me estáis engañando desde que he llegado. No sé por qué no queréis firmar, pero si no vuelvo a Madrid con el convenio cerrado, vamos a tener problemas. He recorrido Europa para estar en este despacho, ayer quedamos en firmar hoy este mismo texto - según hablo, me doy cuenta de que todos los trámites se han hecho por escrito, y ni siquiera tengo una prueba tangible de que el señor S. exista- y he cruzado Europa para traer estos cinco ejemplares. Siempre hay algo que pueden hacer para autorizar la firma. 

Sigo rezongando un buen rato, cada vez más enfadado, mientras Margarita y Masha me contemplan con una expresión que soy incapaz de descifrar. Cuando ya he perdido toda esperanza, y me levanto de la mesa para marcharme al aeropuerto, Margarita mira a Masha, ésta asiente con la cabeza, un gesto rapidísimo pensado para que yo no me dé cuenta, y entonces, olvidándose del teléfono de Jruschev, del señor S. y de las autorizaciones, se levanta como un resorte y firma los cinco ejemplares del convenio. Totalmente desconcertado, le agradezco el gesto y me despido. Masha me acompaña a la salida del edificio, consciente de que sin su ayuda puedo tardar horas en encontrarla, y me voy de Sofía sin entender qué ha pasado en realidad en el despacho del señor S. 

Después de aquella reunión, Masha y yo nos hacemos amigos. Durante mi siguiente visita a Sofía, Masha me lo confiesa . 

- Sabíamos desde el principio que el señor S. no iba a venir- me dice - La tarde anterior al día en el que llegaste al Ministerio, unos gitanos le robaron y le dieron una paliza brutal, y el señor S. llevaba toda la noche en el hospital. 

- ¿Por qué no me lo dijisteis cuando llegué? 

- Porque nos daba vergüenza. 

- ¿Qué pensábais hacer? 

- No lo sabíamos. 

- ¿Estabais autorizadas a firmar el convenio? 

- No. Cuando Margarita llamó, le dijeron que ya lo firmarían más adelante. 

- Y entonces, ¿por qué lo firmó? 

- Porque nos parecías un buen chico. 

Durante todo el tiempo que trabajé con las administraciones de Europa del Este, vi muchos episodios parecidos a éste, pero ninguno tan singular. Margarita y Masha me habían ocultado la verdad porque se avergonzaban de que en su país los gitanos robasen a los señores S., y habían preferido mantener oculta una explicación fácilmente entendible y que les hubiese ahorrado pasar un mal trago. 

Se habían presentado en la reunión sin saber qué hacer, como esperando alguna iluminación y, lo más sorprendente de todo, se habían saltado la temida burocracia simplemente porque yo les había caído bien. En el fondo, habían sido inocentes y valientes al mismo tiempo, y les agradecí el gesto. 

Después de ellas encontré muchos ejemplos de burócratas aparentemente feroces y fríos que escondían almas bondadosas, confusos con el fin del comunismo como un niño nuevo que entra a un colegio, totalmente desconcertados. Sin duda, ése era el adjetivo que mejor les definía: estaban desconcertados. 

Tiempo después de haber estado en su despacho, conozco al señor S. Físicamente, es la definición perfecta de un funcionario gris. Aspecto de roedor, bajito, calvo, con bigote y traje antiguo, parece una persona cándida, nada más alejado del estereotipo de “Director”. El señor S. cobra poco y, cuando es invitado a seminarios o conferencias por los países de la Europa capitalista, se lleva comida en latas desde Bulgaria para ahorrarse las dietas. No es el único. 

La transición después de la caída del Muro no fue fácil para los funcionarios, que habían sido piezas esenciales en el Estado socialista, y luchaban por mantener en el nuevo orden la dignidad sin contar con los recursos necesarios para ello. 

Sofía, 1999. Estoy en el despacho del comisario M., en el Ministerio de Interior búlgaro, otro mastodonte laberíntico que sigue el patrón de todos los edificios de las administraciones comunistas. El comisario M., vestido con un traje y una corbata de tonos oscuros, limpios pero desgastados, tiene aspecto de torturador retirado, bigote espeso y entrecano, y me ha saludado con displicencia, para dejarme claro que no le gusta mi visita, aunque sabe que no tiene más remedio que aceptarla si quiere recibir un paquete de fondos de la Unión Europea. 

El comisario se pasa la reunión entera sin mirarme para demostrarme que me desprecia. Mientras fuma, habla en búlgaro al infinito y deja que sea la intérprete quien se comunique conmigo. No le guardo rencor, porque sé que no es una cuestión personal. De sus gestos, su incomodidad, sus expresiones y, sobre todo, del retrato de Josef Stalin que cuelga sobre su cabeza, se deduce que se niega a aceptar el giro que ha dado la Historia. Desde luego, no es el único caso. 

No es fácil hablar del comunismo con quienes nacieron y crecieron en las décadas en las que media Europa vivió tutelada por Moscú. Aunque se intente introducir el tema con tacto, responden con hastío y con desgana, cansados de repetir su opinión sobre una realidad que el interlocutor nunca va a entender. Es como hablar de una vieja historia familiar que se quiere dejar atrás pero que impertinentes desconocidos se empeñan en recordar una y otra vez. Yo he sido uno de esos impertinentes, y he mantenido esa conversación una y otra vez, junto a una taza de café o té, con una cerveza o un vaso de licor en la mano, siempre después de asegurarme de que mi interlocutor tuviese la certeza de que yo no me creía superior por haber nacido en la otra Europa. El discurso era prácticamente idéntico en una abrumadora mayoría de los casos, sin que importase la edad, sexo, profesión u otras circunstancias de mi interlocutor. 

- Por supuesto, la falta de libertad no era buena - comienzan mis interlocutores, como un coro de voces de todas las edades, masculinas y femeninas, que cantasen al unísono desde distintas parte de Europa, en distintos idiomas- Además, había muy poco que comprar y mucha escasez de productos- continúan las decenas de voces, todavía recelosas- había corrupción, y los funcionarios abusaban de sus privilegios- en este momento, las voces hacen una pausa simultánea- Pero... todo el mundo tenía trabajo, y podía tener una vivienda, y la idea...- aquí, el coro contiene la respiración para acentuar la importancia de lo que va a decir a continuación- La idea era buena. 

Hubo muchísimos comunistas convencidos que, pese a no comulgar con el sistema autoritario , sí compartían los ideales en los que teóricamente estaba basado, en especial la igualdad de todos los hombres. Sin embargo, los sistemas dictatoriales pervirtieron la idea inicial, deformándola, y cuando el Muro cayó, los Gobiernos de Europa del Este se dieron cuenta de que no tenían el más mínimo apoyo popular. Pese a ello, gran parte de la población observaba con cierta suspicacia la llegada del capitalismo y de la economía de mercado, que aceptaron a regañadientes como algo inevitable. En el fondo, muchos continuaban creyendo que la idea era buena. 

Pero no había tiempo para disquisiciones filosóficas, y tocaba renovarse o morir. Y, obviamente, hubo cientos de ejemplos de renovaciones, algunas de ellas muy radicales. En toda Europa Oriental, muchos funcionarios que habían sido casi todopoderosos, como los de los organismos de seguridad, entre ellos el comisario M., perdieron casi todos sus privilegios de la noche a la mañana, y los servicios secretos quedaron desorientados, sin tener ya muy claro a quién tenían que espiar. 

En el caso de los servicios de inteligencia y la policía política, el cambio fue brutal. Por orden de los Gobiernos post-comunistas, algunos formados por perseguidos políticos ávidos de revancha, las entrañas del Estado fueron abiertas en varios países, y de sus archivos salieron los nombres reales de los espías, de sus confidentes y los espiados, haciendo realidad la peor pesadilla de los servicios secretos: dejar de ser secretos. Los espías pasaron a ser estigmatizados por su pasado, un pasado en el que habían servido a un modelo de Estado en el que muchos habían creído sinceramente. Pero la Historia no tuvo piedad con ellos: las tornas habían cambiado. 

Algunas renovaciones no fueron más que simples lavados de cara para que los mismos que habían tenido el poder durante el comunismo lo conservasen en la nueva era con un disfraz distinto. Políticos, miembros de organismos de seguridad y otros colectivos mimados por el antiguo régimen pasaron a controlar el mundo post-comunista reciclándose para los nuevos tiempos, bien de forma abierta o bien desde el ámbito del crimen organizado, los mismos perros con distintos collares. 

Dentro de la Europa oriental, Bulgaria fue uno de los países más cercanos a Moscú, lo que ayudó a su Gobierno a sobrevivir sin demasiadas complicaciones durante la era comunista. La dictadura de Teodor Zhivkov, que se mantuvo treinta y cinco años en el poder -y que murió el mismo mes en el que al señor S. le pegaron una paliza unos gitanos- no fue particularmente dura, dentro de los estándares de un Estado totalitario, pese a que los disidentes, obviamente, no tuviesen la misma opinión. 

Zhivkov gobernó Bulgaria con mano férrea, pero sin sobresaltos, hasta mediados de los años 80. Arrastrado por la misma marea que derribó el Muro, Zhivkov fue depuesto el 11 de noviembre de 1989, impulsado por la preustroistvo, la versión búlgara de la perestroika. 

Mientras su vecino Ceauçescu era ejecutado, Zhivkov fue procesado por el Tribunal Supremo de su país y condenado a siete años de cárcel por malversación de fondos públicos y, de paso, por haber reprimido a la minoría turca. Fue una falsa transición, y durante la primera década post-comunista, Bulgaria fue un país desorientado y desmoralizado, en manos de unas fuerzas extrañas que no terminaba de asimilar, sacudido por las mafias y el crimen organizado -en el que tenían un papel muy relevante los antiguos deportistas, y en especial los levantadores de pesas--, nada contento con el nuevo mundo con el que le tocaba lidiar. 

Estoy en la puerta de una discoteca en el centro de Sofía, en el mismo viaje en el que me he reunido con el comisario M. Lo que más me llama la atención es el cartel que indica la prohibición de llevar armas en el local, bien visible en la entrada. 

Entro gracias a Masha, que me acompaña y conoce a uno de los porteros, perfectos soldados de las nuevas mafias del Este: metro noventa, cien kilos, cuerpo hinchado por el clenbuterol, traje negro que pretende ser de diseño italiano -en algunos casos lo es- y barba de dos días. Dentro de la discoteca, veo que la juventud búlgara tiene unas ganas locas de divertirse, y busca hacerlo como si le fuesen a morir mañana, como si les fuese la vida en el intento. Algunas veces es así. 

Los clientes no cumplen la prohibición de no llevar armas. Un grupo de gángsteres de cuerpos enormes, en los que los esteroides han degenerado en barrigas, se pavonea ostentosamente, bailando borrachos sobre la barra con las pistolas bien visibles en la sobaquera. Salvo ellos y nosotros, casi nadie más bebe. Soy el único occidental; no es una discoteca pensada para extranjeros; es un lugar complicado. 

Las búlgaras bailan como poseídas por fuerzas demoníacas, Masha entre ellas, y hay un fuerte componente erótico en el baile, enérgico, casi violento, como si no fuesen a cansarse nunca. Los búlgaros observan con poses de tipos duros, y a veces también se dejan llevar por el desenfreno. No me atrevo a incorporarme. Tengo miedo de dar un paso en falso, meterme donde no me llaman y crearme un problema serio. Aquellos gángsteres, junto a una neobohemia artística que se caracteriza por tratar de transgredir todas las convenciones posibles (según Masha, muchos de ellos se hacen homosexuales sólo por moda), forman la avanzadilla de la nueva Bulgaria. 

Masha tiene una capacidad intelectual muy superior a la media, es lista y tiene coraje, y en cualquier país de Occidente se la estarían disputando las mejores empresas. Sin embargo, está harta de Bulgaria. De tiempo en tiempo, se lamenta porque se pasa varios días sin teléfono porque los gitanos (según ella, siempre son los gitanos, no sé si los mismos que habían pegado una paliza al señor S. o es que tiene una fijación especial por ellos) roban los cables para revenderlos. 

Una mañana de invierno, cuando iba caminando hacia el trabajo, una mujer mayor se cayó en la calle, justo frente de ella y murió al instante. El cuerpo se quedó tendido durante un buen rato, mientras Masha trataba de reanimarla sin éxito. Otros transeúntes pasaban y agachaban la cabeza; alguno se detenía a preguntar, y después se encogía de hombros y se marchaban. 

Cuando finalmente se llevaron el cadáver, Masha tuvo una crisis nerviosa, y se pasó dos días llorando. Después, me confesó que su mayor sueño era salir de Bulgaria. Obviamente, de esta forma es imposible que un país mejore. 








1 comentario:

  1. Es un relato apasionante que habla del fracaso de un sueño. Como decía Robert de Niro en "Novecento":"Yo siempre seré el patrón". Me encanta tu blog.

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