En el corazón del parque hay una enorme estatua de un soldado soviético de doce metros de alto, llevando en una mano a un niño que simboliza la nueva Alemania socialista, con una espada en la otra, y pisando una esvástica nazi rota.
Fuera del circuito turístico de Berlín, en la que fuese su parte Oriental, junto al río Spree, hay un parque llamado Treptower, un memorial dedicado a los soldados soviéticos que perdieron la vida en la batalla por conquistar Berlín, al final de la II Guerra Mundial, y esa estatua se inspira en los que recogieron a niños en mitad de la batalla para llevarles a un orfanato, y así salvarles la vida.
Se llega a la estatua después de subir unas escaleras y atravesar una avenida de sarcófagos gigantescos con relieves que narran las hazañas del Ejército Rojo (tumbas comunes que contienen más de cinco mil cuerpos), y en el eje central hay una inscripción que proclama que “la patria no olvidará a sus héroes”.
Fuera del circuito turístico de Berlín, en la que fuese su parte Oriental, junto al río Spree, hay un parque llamado Treptower, un memorial dedicado a los soldados soviéticos que perdieron la vida en la batalla por conquistar Berlín, al final de la II Guerra Mundial, y esa estatua se inspira en los que recogieron a niños en mitad de la batalla para llevarles a un orfanato, y así salvarles la vida.
Se llega a la estatua después de subir unas escaleras y atravesar una avenida de sarcófagos gigantescos con relieves que narran las hazañas del Ejército Rojo (tumbas comunes que contienen más de cinco mil cuerpos), y en el eje central hay una inscripción que proclama que “la patria no olvidará a sus héroes”.
El memorial, hoy no tan conocido como otros monumentos de la ciudad, condensa los últimos cien años de Berlín, el siglo más intenso de su Historia. Berlín es una lucha permanente por reconstruir su pasado y tratar de borrar cicatrices sin que se note demasiado.
En sólo cincuenta años, Berlín fue el centro de la Alemania nazi y el lugar en el que estaba la frontera que dividía el mundo en dos. Hoy, trata de modernizarse a pasos agigantados y, discretamente, posicionarse como la ciudad de la bohemia y la modernidad, desplazando a París y compitiendo en ese aspecto con la misma Nueva York.
Estoy en Berlín, en 2001, y encuentro una ciudad viva, deseosa de experimentar, moderna, vibrante, original y atrevida. Poco más allá de las puertas de Ishtar y las murallas de Babilonia, el gran tesoro del museo Pergamon, hay un museo con una exposición de cartas de amor en todos los idiomas y formatos, una discoteca de varias plantas dentro de una casa bombardeada, y múltiples manifestaciones de arte callejero. Esta ciudad que mira al futuro carga con el peso terrible del pasado, cuyos iconos son casi imposibles de ocultar.
En la avenida principal, la Unter den Linden, han hecho crecer árboles para tratar de modificar la apariencia de gran avenida por la que desfilaban los ejércitos nazis. Las construcciones del III Reich han sido discretamente remodeladas, y el Reichstag, el parlamento, parece algo distinto al de otras épocas bajo la cúpula de cristal diseñada por Norman Foster. Sin embargo, en el Berlín Oriental hay poco que hacer para maquillar el pasado comunista. Allí siguen la Alexanderplatz y la Funktur, la torre de la radio, más o menos como nos las han mostrado cientos de películas de espías de la Guerra Fría. Berlín tiene ese estigma: es la ciudad de los nazis y de los espías.
En sólo cincuenta años, Berlín fue el centro de la Alemania nazi y el lugar en el que estaba la frontera que dividía el mundo en dos. Hoy, trata de modernizarse a pasos agigantados y, discretamente, posicionarse como la ciudad de la bohemia y la modernidad, desplazando a París y compitiendo en ese aspecto con la misma Nueva York.
Estoy en Berlín, en 2001, y encuentro una ciudad viva, deseosa de experimentar, moderna, vibrante, original y atrevida. Poco más allá de las puertas de Ishtar y las murallas de Babilonia, el gran tesoro del museo Pergamon, hay un museo con una exposición de cartas de amor en todos los idiomas y formatos, una discoteca de varias plantas dentro de una casa bombardeada, y múltiples manifestaciones de arte callejero. Esta ciudad que mira al futuro carga con el peso terrible del pasado, cuyos iconos son casi imposibles de ocultar.
En la avenida principal, la Unter den Linden, han hecho crecer árboles para tratar de modificar la apariencia de gran avenida por la que desfilaban los ejércitos nazis. Las construcciones del III Reich han sido discretamente remodeladas, y el Reichstag, el parlamento, parece algo distinto al de otras épocas bajo la cúpula de cristal diseñada por Norman Foster. Sin embargo, en el Berlín Oriental hay poco que hacer para maquillar el pasado comunista. Allí siguen la Alexanderplatz y la Funktur, la torre de la radio, más o menos como nos las han mostrado cientos de películas de espías de la Guerra Fría. Berlín tiene ese estigma: es la ciudad de los nazis y de los espías.
Desde que tenemos uso de razón, aquellos que pertenecemos a la generación del cine y la televisión tenemos a Berlín en nuestro imaginario como una ciudad oscura, de edificios grises, en la que casi siempre es de noche, hay luces que vigilan y coches que circulan con los faros encendidos, y hombres envueltos en abrigos largos.
Al escuchar Berlín, también nos imaginamos a los soldados nazis desfilando frente a Adolf Hitler, y al mismo Führer dando discursos. Ésa es la imagen que Berlín desea borrar. En tan sólo unos años, la que hoy es capital de una Alemania unificada pasó de ser protagonista de la Historia, en el auge del III Reich, a su víctima, al ser partida en dos por la Guerra Fría. Desde entonces, está intentando superarlo.
Al escuchar Berlín, también nos imaginamos a los soldados nazis desfilando frente a Adolf Hitler, y al mismo Führer dando discursos. Ésa es la imagen que Berlín desea borrar. En tan sólo unos años, la que hoy es capital de una Alemania unificada pasó de ser protagonista de la Historia, en el auge del III Reich, a su víctima, al ser partida en dos por la Guerra Fría. Desde entonces, está intentando superarlo.
Pese a ser el frente principal de batalla de la Guerra Fría, Alemania del Este salió relativamente bien parada dentro del universo comunista, y no fue ni mucho menos el lugar más duro para vivir. En la República Democrática Alemana había tiendas y objetos de occidente. Mandarinas. Imágenes de Mickey Mouse. Caramelos tic-tac. Zapatos y comida.
Realmente, esa Alemania nunca dejó de pertenecer a Europa Central, a Occidente, y las profundas transformaciones que quiso imponer el comunismo no calaron de la misma forma que en otras sociedades algo más atrasadas. El Muro fue el principal símbolo de la división de Europa. Pero, en realidad, la Europa oriental mágica y tribal escondida bajo el manto de hierro del comunismo empezaba al otro lado de la frontera alemana.
Realmente, esa Alemania nunca dejó de pertenecer a Europa Central, a Occidente, y las profundas transformaciones que quiso imponer el comunismo no calaron de la misma forma que en otras sociedades algo más atrasadas. El Muro fue el principal símbolo de la división de Europa. Pero, en realidad, la Europa oriental mágica y tribal escondida bajo el manto de hierro del comunismo empezaba al otro lado de la frontera alemana.
El parque Treptower es lo más significativo de Berlín, desde el punto de vista de Europa Oriental. Y no por belleza, ni por majestuosidad, ni por buen gusto. Lo es porque recuerda una verdad que solemos ignorar con cierta facilidad: que, pese a la intervención aliada y la entrada en la guerra de EEUU, la clave para derrotar al Imperio nazi fue el Ejército Rojo.
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