Fantasmas en los árboles - las colmenas de Sofía


Sofía, Bulgaria, 1998. Un parque vacío, desolado, con los árboles sin hojas, pero con papeles clavados en sus troncos con fotografías de jóvenes muertos. 


Los jóvenes, cuyas esquelas se distribuyen entre árboles, farolas y semáforos, son víctimas del SIDA o de la heroína. La ruta natural de la heroína parte de Afganistán, sigue por Pakistán o Irán, continúa por Turquía y entra en Europa por Bulgaria, dejando tras de sí un reguero de muerte, de crimen organizado, adictos y camellos a pequeña escala que quedan atrapados por la misma heroína con la que trafican. En el barrio de Masha, el parque está formado por árboles macilentos, ajados, que parecen estar a punto de rendirse y caer a tierra, extenuados por el tremendo peso de las esquelas.

Masha es la nueva Bulgaria o, para ser más exactos, pertenece a la generación de transición del comunismo al capitalismo. Nació en 1973, se ha educado según el modelo socialista, no tiene ni idea de quién era San Pablo, pero antes de los quince años ya conocía la vida de todos los héroes revolucionarios y la teoría del comunismo mucho mejor que la mayor parte de los estudiosos occidentales. 

Ha acudido a campamentos de jóvenes comunistas, donde ha aprendido a cantar La Internacional con el puño en alto, y domina a la perfección el ruso, que es su segundo idioma. Su padre, que trabajaba para el espionaje militar, y su madre, profesora, se separaron cuando ella tenía menos de cuatro años, y ninguno se hizo cargo de ella. Masha vive con sus abuelos en un séptimo piso de un bloque Jruschev, en el barrio en el que Sofía se confunde con los campos de cultivo. 

Masha tiene una mezcla de rasgos eslavos, turcos e incluso orientales. Alta, morena y de tez blanca, tiene los ojos algo rasgados, y los labios y la nariz muy finos. Es una mujer muy inteligente, dotada para los idiomas -además del búlgaro y el ruso, habla con soltura inglés y francés - y con una cultura literaria extraordinaria, que incluye clásicos búlgaros, rusos, franceses, españoles y latinoamericanos. Vivaracha y alegre, es una tormenta balcánica para lo bueno y lo malo, con explosiones de carácter, alternando sin transición el llanto y las carcajadas. Liberal de alma y cuerpo, no tiene ningún pudor en hablar de su intimidad (denominador común en gran parte de la Europa ex comunista, con la excepción de la conservadora Polonia) y tampoco en mostrarme su mundo particular.

El barrio de Masha tiene varias partes: una está poblada por inmigrantes del Vietnam comunista, otra es tremendamente conflictiva por causa de la droga, otra está formada por pequeños campos de cultivo, y en la otra vive Masha. Entro con ella en un edificio Jruschev, el edificio-colmena, estandarte del comunismo. 

Los edificios Jruschev -Nikita Jruschev fue el máximo dirigente de la URSS entre 1953 y 1964- son bloques prismáticos de pisos con dos y tres habitaciones, colmenas sin ningún adorno exterior que se repiten con un patrón casi idéntico en cada una de las ciudades que estuvieron bajo la influencia de Moscú en la era comunista, desde Berlín Oriental hasta los confines más remotos de Asia Central. 

La velocidad del despliegue del comunismo ha sido algo inédito en la Historia. Roma, Grecia, Egipto o Persia construyeron civilizaciones en territorios lejanos cuya huella perduró mucho tiempo, pero necesitaron siglos de hegemonía para hacerlo, y en la mayoría de los casos, sus huellas se limitaron a monumentos o pequeñas colonias. Pero ninguna civilización logró cambiar la apariencia de tantas ciudades de la forma en la que lo hizo el comunismo en apenas cincuenta años. Y su principal herramienta para hacerlo fueron las colmenas.

Los edificios Jruschev son la representación arquitectónica del ideario comunista. Según éste, todo el mundo tenía derecho a una vivienda -aunque el propietario último en la mayoría de los países fuese el Estado- pero la casa debía ser austera, sin ningún tipo de lujos ni colores, que eran vistos como algo innecesario y frívolo. Por eso, las colmenas eran grises o blancas, y con la caída del comunismo, muchos de sus propietarios ya las han pintado de colores vivos. Aunque la estructura y filosofía que las inspiraba eran las mismas en todo el territorio bajo la órbita de Moscú -casas iguales para personas iguales-, cada bloque de colmenas tenía sus pequeñas particularidades, a veces asociadas a la idiosincrasia de cada país. 

Al entrar en el portal de Masha, me dirijo al ascensor. No te molestes, dice la búlgara, lleva siete años roto. Subimos cuatro pisos por unas escaleras estrechas con las paredes llenas de tuberías, y Masha me abre la puerta de su casa con recelo, como si temiese que lo que hay dentro me decepcionará. 

La casa en la que vive Masha con sus abuelos, no tiene más de cincuenta metros cuadrados, distribuidos en tres habitaciones diminutas (una de ellas sirve de salón y está comunicada con una cocina americana) y un baño. Me enseña su habitación. Hay un sofá que se transforma en cama para aprovechar mejor el espacio, unos cuantos libros en cirílico y una acuarela en la que una mujer baila en traje de flamenca. Siempre me gustó España, dice. 

Después recorro toda la casa. No hay ningún objeto que no sea útil, porque los objetos inútiles roban espacio, y no hay espacio que robar. De este modo, la casa parece impersonal y, si no fuese por alguna foto descolorida y alguna otra en blanco y negro, en el piso podría vivir cualquier persona. El cuarto de baño es lo que más me llama la atención: no encuentro la ducha por ninguna parte, hasta que se me ocurre mirar al techo, que es de donde sale el agua a través de un grifo oxidado. Cuando alguien se ducha, todo el cuarto de baño se inunda, hasta que se desagua por un sumidero en el centro de la habitación.

Por dentro, la mayoría de los pisos de los bloques Jruschev en todo el universo comunista no sobrepasan los setenta metros cuadrados, distribuidos en dos o tres habitaciones (salón incluido), además de un baño y una cocina. Las camas tradicionales no son frecuentes en los pisos; por el contrario, lo más común es que cada habitación, como la de Masha y la de sus abuelos, tenga un sofá-cama. 

En la cocina se aprovecha hasta el último espacio para colocar electrodomésticos (que son considerados un pequeño lujo) y otros utensilios, y el cuarto de baño –rara vez más de uno por casa- contiene sólo lo indispensable. La razón de esta economía de espacio en las casas no se basa en la necesidad de ahorrar en materiales de construcción, sino en el frío. Curiosamente, en la mayor parte de los países que adoptaron el modelo comunista, menos Cuba y algún otro, suele hacer mucho frío durante más de la mitad del año. Por eso, uno de los mayores gastos es la calefacción y, lógicamente, los espacios pequeños conservan mejor el calor. 

Masha me mira como interrogándome, expectante por ver cómo reacciono, y yo sé que tiene miedo de que yo piense que vive en la pobreza. No es así, ni mucho menos. Las casas-colmena no son pobres, no más que las viviendas de protección oficial de muchos países de Europa Occidental. La sensación que producen es otra, una mezcla de inquietud y rechazo por su fealdad. 

La falta de belleza de las colmenas -colores grises, líneas rectas sin la más mínima concesión a la curva, tejados planos- es tan extrema que parece buscada a propósito. Pero desde cerca son menos terribles que desde lejos. 

Desde las afueras de cualquier ciudad, las colmenas alineadas parecen replicar una pesadilla. Ésa es la manera más adecuada de describirlas: una imagen de pesadilla.

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