Kokiche - la flor de Bulgaria

Alrededor de la capilla llena de velas, caminan monjes barbudos en hábitos negros. Los monjes pertenecen al monasterio de Dragalevski, en las faldas del monte Vitosha -que domina Sofía-, al que Masha y yo hemos llegado después de subir por un bosque habitado por hadas y duendes. 

Bulgaria, año 2000. Dragalevski, sobrecogedor y hermoso, es aún casi virgen, y dentro de la capilla, el humo de las velas impregna el aire de una espiritualidad mágica. Fuera, el olor del bosque y las velas se mezcla con el de las gallinas, destinadas a abastecer a los monjes, como en los conventos de otros siglos. El monasterio es un símbolo a la vez religioso y nacionalista, porque Vasil Levski solía visitar aquel lugar con frecuencia, subiendo por el mismo bosque que nosotros. 


Levski es el personaje clave en la Historia reciente de Bulgaria, el libertador -aunque no liberase nada- que, paradójicamente no vivió para ver la victoria de la causa por la que luchaba.



La Historia de Bulgaria está marcada por la larga época de ocupación turca, conocida como “el yugo”, que duró casi quinientos años y finalizó en 1878. Durante ese periodo fueron constantes los levantamientos búlgaros contra la opresión turca, pero sólo en el siglo XIX, con la ayuda de Rusia y la aparición de un grupo de patriotas que después se convertirían en héroes nacionales, Bulgaria consiguió la independencia. El más conocido de aquellos patriotas fue Levski (seudónimo que significa “el león”), un revolucionario que, con muchas salvedades, tenía ciertas similitudes ideológicas con el Ché Guevara.

Levski deseaba una revolución que condujese a un Estado sin discriminaciones y no deseaba ningún cargo para él cuando Bulgaria fuese liberada, sino que se proponía continuar la lucha revolucionaria en otras naciones sometidas a la opresión, como haría Guevara noventa años después, tras el triunfo de la revolución en Cuba. Como el Ché, Levski también tenía un lema “Si gano, gana todo el pueblo, si pierdo, pierdo yo solo” y tiene un monolito en su honor en Sofía, y una estatua en Karlovo, su ciudad natal, en la que aparece de pie con el brazo levantado y un león a su espalda.

La independencia búlgara ocurrió cinco años después de la muerte de Levski. Los turcos lo capturaron, lo torturaron, lo ahorcaron públicamente y desmembraron su cuerpo, enviando las partes a distintos rincones de Bulgaria. Hoy, cada 18 de julio, Bulgaria conmemora el nacimiento de su héroe nacional, y el 19 de febrero llora su muerte. Suenan las sirenas en Sofía a la hora en la que fue ejecutado, y el silencio es sobrecogedor. La existencia de un enemigo tan claro y tan cercano -Bulgaria es la frontera terrestre de la Vieja Europa con el mundo musulmán- ha hecho de Bulgaria uno de los países con una identidad nacional más fuerte de Europa. 

Al salir de la catedral de San Alexander Nevski, una iglesia ortodoxa de mármol con múltiples cúpulas de color aguamarina, finalizadas en oro -pariente de las iglesias rusas de Moscú, de la Santa Sofía de Estambul y del Monasterio rumano de Curtea de Arges- Masha me llama la atención sobre las ancianas que venden flores blancas en la puerta. 

- Esa flor se llama kokiche- me explica- Quiere decir gota de nieve, y es nuestra flor nacional. Es la primera que se asoma entre la nieve para anunciar la llegada de la primavera. Son las flores del amor y la suerte. 

Después, atravesamos el viejo mercado de la plaza de Alexander Nevski, en el que se amontonan tenderetes llenos de iconos del antiguo régimen. Hay medallas de Stalin, retratos de Zhivkov, estrellas rojas, hoces, martillos y condecoraciones convertidas en chatarra y recuerdos para nostálgicos. Me pregunto si esas medallas, que hoy se venden a precio de saldo, tuvieron un alto coste en sangre. También hay sables de soldados de guerras de otros siglos, y pistolas. 

Los rescoldos del comunismo y de las guerras se venden a un precio irrisorio, como si como fuese más importante deshacerse del pasado que tener ganancias. En el mismo mercado, las reliquias se mezclan con cuadros de artistas bohemios y flores recién cortadas, con el telón de fondo del monte Vitosha, que lo domina todo y empequeñece a Sofía, que parece un inmenso decorado de cine. 

Compro dos cosas en el mercado de Alexander Nevski. Una es un cuadro de un artista anónimo, con un ojo gigantesco -no el ojo divino, sino un ojo humano- en el cielo. Bajo el ojo hay un árbol, y un rayo impacta sobre la tierra. Todo el cuadro está pintado en negro y azul oscuro, y en conjunto parece una alegoría del Gran Hermano, el ojo que todo lo ve, que en este caso pertenece a un dios humano.

También compro un busto de Lenin del tamaño de un puño, destinado a servir de pisapapeles. Después de pagar, voy jugueteando con él por la calle y de repente, como si tuviese vida propia, el busto se me escapa y cae al suelo. El viejo revolucionario rueda cuesta abajo, y su forma cilíndrica hace que rebote varias veces. Cuando lo recojo, tiene varias abolladuras en la cabeza, y un golpe justo en mitad de la barbilla. Definitivamente, el comunismo ha caído.

Masha y yo nos miramos y reímos sin decir nada.

2 comentarios:

  1. Hola lo que has escritio sobre mi pais Bulgaria y sobre mi ciuda natal es maravilloso mi corazon se encoge de nostalgia y amor por mi pais Bulgaria que tiene hoy en dia una realidad tan triste y un por venir muy insierto a pesar que su historia es admirable y heroica ! Gracias tus palabras son muy bellas y has captado la esencia de Bulgaria!

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias por tu comentario. Me enamoré de Bulgaria desde que pisé Sofía por primera vez. Deseo que este país, lleno de gente valiente, temperamental y buena, tenga el futuro que se merece. Un abrazo.

    ResponderEliminar