Kabul: fantasmas azules



Kabul tiene una atmósfera de pesadilla.

Desde el instante en que aterrizo en su aeropuerto, me pregunto por qué existe esa ciudad. Atrapada entre montañas vertiginosas, la capital de Afganistán es una meseta de adobe y guerra.


Aeropuerto de Kabul

Ignoro por qué no existe algún gobernante que ordene abandonar esa ciudad maldita, y la respuesta me la da el mapa de Afganistán, un mosaico de cordilleras brutales y desiertos devastadores, un país terrible en el que no hay otro sitio mejor al que emigrar.

La carretera que me lleva desde el aeropuerto hasta el centro es conocida por los extranjeros como Ruta White. Es donde más atentados ocurren, ya que está llena de blancos rentables para los ataques de la insurgencia, que busca atraer la atención de la prensa internacional. Hablo con el mullah Salam (nombre ficticio), que desea que los extranjeros nos vayamos del país lo antes posible, y me explica que los talibán son conscientes de que cinco muertos occidentales valen más  que cien afganos a los ojos del mundo exterior.

El conflicto de Afganistán es muy complejo y largo de explicar, pero trataré de simplificarlo. Existen cuatro etnias mayoritarias: pastunes, tayikos, uzbekos y hazaras. El 99,99% de la población es musulmana, con una inmensa mayoría sunní y una minoría chií. Los talibán son un colectivo mayoritariamente pastún y sunní, que se opone a la presencia de tropas extranjeras en Afganistán, y que antes de la llegada de Occidente estaba a punto de salir victorioso de una larga y sangrienta guerra civil contra las demás etnias mayoritarias. 

Los talibán han sido objeto de un proceso de demonización sin precedentes. No son los únicos afganos que se oponen a la presencia extranjera en su país, y tampoco los únicos que profesan un Islam radical. Sus dirigentes no son unos bárbaros primitivos. Usan Iphone, twitter y tienen negocios en Dubai. En realidad, los talibán se han convertido en un movimiento político de resistencia, cuyo origen es religioso (Talib significa estudiante, y se refiere a los estudiantes de las madrazas o escuelas islámicas). Reciben apoyo más o menos encubierto de Pakistán y de parte del mundo islámico, en especial de fundaciones religiosas del Golfo Pérsico. Muchas de las barbaridades que ocurren en Afganistán y que son atribuidas a la ideología talibán -lapidaciones, asesinatos por honor, etc. - en realidad provienen de la tradición de las tribus afganas o de la misma corriente del Islam que es mayoritaria en Arabia Saudí, un país bendecido por Occidente. Sin embargo, el descomunal aparato propagandístico norteamericano encontró en los talibán unos “malvados” estupendos a los que presentar como la encarnación del Mal. 

EE.UU. y sus aliados más cercanos invadieron Afganistán el 7 de octubre de 2001. Tras el 11-S, el régimen talibán se negó a entregarles a Osama Bin Laden, argumentando que no existían pruebas en su contra, y EE.UU. entró en el país a sangre y fuego. Apoyándose en los enemigos locales de los talibán, terminó con su régimen en menos de tres meses, aunque no pudo evitar que Bin Laden se escapase. Después no supo qué hacer con el país, y la OTAN se embarcó en un complejo y errático programa de reconstrucción. El paso de los años hizo que la población terminase por cansarse de la presencia extranjera, propiciando el renacimiento de la insurgencia. En realidad, el asunto es mucho más complejo, y éste es un resumen sin matices, porque no quiero hablar del conflicto, sino de Kabul.

Panorámica de Kabul

Desde el blindado en el que atravieso la ciudad, veo burkas azules, asnos con carretas, ovejas descomunales y miseria, mucha miseria. La mayoría de los hombres afganos visten con shalwar kalmeez, y parecen pastores del Antiguo Testamento. Otros llevan trajes marrones y grises de apparatchik soviéticos de los años setenta. Me dirijo al barrio de Shar-e-Now, en el centro de la ciudad, donde está el hotel Serena. En 2008, un comando suicida penetró en el lobby, causando una masacre en su interior. Ahora el hotel es una fortaleza medieval, en la que los vehículos quedan atrapados entre dos monumentales portones metálicos antes de que el personal de seguridad facilite el paso. Ceno en el restaurante del hotel -está prohibido salir al exterior por razones de seguridad y, además, la noche de Kabul es fantasmagórica-. 

Mis acompañantes tienen un contacto entre los camareros que camufla el contenido de una botella de vino en jarras y tazas de té. Percibo un ambiente de desorientación y desesperanza. Hoy han muertos dos soldados por un IED (siglas de Improvised Explosive Device, minas fabricadas artesanalmente) en la carretera que une la ciudad con Bagram, la gigantesca base norteamericana que se encuentra a 60 km de Kabul. El próximo mes vendrá el ataque suicida de un comando, o un coche bomba, o ambos. Quién sabe. Los warnings (avisos de ataque) se multiplican y desquician a los occidentales, que no encuentran la forma de distinguir entre los afganos “buenos” y los que desean matar soldados extranjeros.

El polvo lo impregna todo. Hollado por miles de sandalias y zapatos viejos, contaminado por la suciedad de la miseria extrema y la sequedad del ambiente, ese polvo tóxico abandona el suelo para mezclarse con el oxígeno, introduciéndose en los castigados pulmones de los afganos, ayudando a las enfermedades a desplazarse por el aire de una ciudad ya enferma.


Por la mañana, temprano, me cruzo con una tanqueta de la OTAN (la misión de Afganistán se llama ISAF (International Security Assistance Force) y observo al soldado que controla el entorno desde lo alto, preparado para repeler cualquier ataque. Me da miedo, y estoy seguro de que a los afganos también, pero quien está realmente aterrado es el propio soldado. Debe tener unos veinte años. Rubio, pálido, con las mejillas sonrosadas, intuyo que desciende de varias generaciones de granjeros de Iowa o de Ohio. Imagino que ingresó en el Ejército por fervor patriótico y ahora tiembla, con el gatillo preparado, ante cientos de afganos a los que Estados Unidos les parece tan lejano como Marte. Observo la reacción de los afganos frente a los vehículos de ISAF, y deduzco que nos ven como alienígenas. 

El mullah Abdul (nombre ficticio), que ocupó un cargo de responsabilidad en el gobierno talibán y ahora está “reinsertado” en la sociedad, confirma mi impresión y me invita a pensar, mientras sus hijos juegan en el patio de su casa de tres pisos, en el concepto de bajas civiles que Occidente repite sin darle excesiva importancia. Bajas civiles son mis hijos, me dice. Váyanse cuanto antes y dejen que nos matemos entre nosotros si no somos capaces de ponernos de acuerdo. Pero saquen de aquí a sus aviones, a sus helicópteros, dejen de entrar por las noches en nuestras casas, márchense al infierno, o a sus bonitas casas europeas, aquí no se les ha perdido nada. Una de las pocas cosas buenas de una guerra es que el lenguaje prescinde de eufemismos. 

El equipo de seguridad que me acompaña está en tensión permanente. Comprueba las matrículas de los vehículos que se nos acercan, por si alguna coincide con los de los coches robados que se convierten en warning (por si vuelven a aparecer como vehículos con un suicida en su interior).

Los suicidas son una parte de la guerra que me llama poderosamente la atención. Antes de cometer el atentado para el que son entrenados, dejan un vídeo en el que suelen explicar las razones de su acción. Uno pensaría que son fundamentalistas islámicos que odian a muerte a Occidente, pero en muchas ocasiones ellos mismos se encargan de desmentirlo, en su última y casi siempre única aparición ante las cámaras. Casi todos han tenido un sueño en el que se les prometía el paraíso si se inmolaban -producto del lavado de cerebro de las prédicas de los mullahs, que influyen en mentes con poca o ninguna formación-. Pero su paraíso no es necesariamente piadoso, sino, como dice textualmente uno de ellos, “una mujer de dientes blancos”. 

Estoy en la base de ISAF, y Charles (nombre ficticio) me da su visión personal sobre este asunto. Básicamente hay dos tipos de suicidas: los ideologizados y los desgraciados. Los ideologizados pasan meses entrenándose para su acción, suelen ser terriblemente mortíferos y se consideran a sí mismos guerreros de élite. Los desgraciados son drogadictos o miserables que normalmente provienen de las regiones más deprimidas de Afganistán (la miseria dentro de la miseria). La insurgencia da dinero a sus familias a cambio de que se inmolen, y a ellos no les importa en absoluto abandonar su vida de mierda. Por lo general, los suicidas desgraciados no aciertan con el blanco que se les facilita, porque son torpes o se ponen demasiado nerviosos, y acaban siendo los únicos muertos de su propio atentado. “Suicidas sin experiencia”, concluye Charles, con una media sonrisa. El humor negro es una constante en Kabul.

El interior de la base de ISAF es un oasis, una fortaleza a la que sólo se puede acceder por pasadizos impenetrables para la insurgencia. Hay una pequeña terraza en el que uno puede encontrar el único césped bien cuidado en cien kilómetros. Me informan de que esta tarde, si quiero quedarme, toca una banda compuesta por militares que se llama la Tali-Band. A mi alrededor, cientos de barracones, PX -almacenes de suministros, películas, ropa, música, accesorios-, tiendas de souvenirs repletas de lapislázuli afgano y cantinas donde comer pizzas y hamburguesas como si uno estuviese en Kansas.

Fuera, la ciudad. Cada desplazamiento es una papeleta para el sorteo de la muerte, que acecha en cada calle. Y, con todo, lo más temible no es el atentado, sino la multitud enfurecida, imposible de controlar. No se puede disparar contra la turba, contra la muchedumbre. Ésa es la peor pesadilla para la seguridad: la gente normal, los afganos a los que han venido a proteger.

De noche, nos invitan a una Embajada occidental. En la entrada de la puerta, el equipo de seguridad corta la calle y detiene a un anciano afgano en bicicleta para que un blindado entre en el garaje. El anciano, frágil, pierde el equilibrio y cae al suelo junto a su bicicleta. Entiendo el hartazgo de los afganos.

El Palacio del Rey

Por la mañana, el blindado se detiene junto al palacio del Rey, que se eleva sobre un montículo al sur de Kabul, siguiendo la carretera de Darulaman. Lo construyó el Rey Amanullah Khan en los años veinte, y desde entonces ha sido un blanco recurrente durante todas las guerras.  Hoy, más que un palacio, es un esqueleto de palacio agujereado, con el armazón metálico sobresaliendo entre las ruinas. Unos niños se acercan a nosotros jugando, pero las armas del equipo de seguridad les hacen mantener cierta distancia. No piden dinero, ni caramelos. Empiezo a creer que somos extraterrestres.

Mezquita chií de Kabul

Pasamos por la gran mezquita chií de Kabul, cuyas cúpulas azul turquesa desprenden un lejano aroma a Isfahán y, en lo alto de una colina, llegamos al mausoleo dedicado a Mohammed Nadir Shah, padre de Zahir Shah, el último rey de Afganistán. 

A nuestros pies, Kabul es un laberinto de adobe. Regresan los niños, y esta vez se acercan sin miedo a las armas, para contemplarnos más de cerca. Son un mosaico de etnias: hay pastunes de tez oscura y ojos negros, pero también un ángel rubio de ojos claros. 

Ningún niño sonríe.




1 comentario:

  1. Que difícil para la gente que vive ahí... difícil para uno entender como algo tan "común" como ir del aeropuerto al centro de una ciudad se convierta en una ruleta rusa...

    Y que los ni~os no sonrían... da miedo :(

    Me encanto el relato. Saludos viajeros!

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