Éste es uno de ellos. A las diez de la mañana, estoy en la Cumbre, un lugar sagrado para los aymaras, cerca de La Paz, Bolivia, besando los Andes, a 4.650 metros sobre el nivel del mar.
Empezamos el descenso vertiginoso en bicicleta por la carretera nueva hacia Coroico, siguiendo un tramo asfaltado en el que competimos con camiones antediluvianos y coches suicidas.
Después, en Chuspipata, nos metemos de lleno en el antiguo camino desde La Paz a la zona subtropical de los Yungas, más conocido como carretera de la muerte.
Al iniciar el camino, con la adrenalina disparada, pedaleamos con timidez, aunque nuestros guías vuelan cuesta abajo. Bordeamos abismos imposibles, junto a cruces que recuerdan a quienes no tuvieron suerte, y atravesamos cascadas y ríos en un descenso interminable. El frío andino se transforma en calor tropical, y el paisaje se colorea de un verde rabioso. Caemos, pinchamos, nos golpeamos, sufrimos y tenemos miedo, pero todo se olvida cuando nos precipitamos como diablos enloquecidos hasta Yolosa (1.180 m.s.n.m), donde termina el camino. Han sido 3.470 metros de desnivel en tan sólo unas horas de bicicleta.
Me dicen mis amigos bolivianos que, por las noches, las almas de los muertos se pasean por la carretera. Otros cuentan que el camino, construido por prisioneros paraguayos de la guerra del Chaco, está maldito y demanda periódicamente un sacrificio humano. Puede ser: en Bolivia, todo es posible, incluso probable. Dejando de lado esa idea, finalmente comprendo que la carretera de lo muerte es todo lo contrario de lo que su nombre indica: es una explosión de vida.
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