Kurdistán - En busca de Akdamar


El mundo, tal como lo conocemos, comenzó en una remota región del sudeste de Turquía, en el lugar donde hoy se encuentra el lago de Van. 


No muy lejos del lago -un espejo inmenso rodeado por montañas de nieve perpetua-, está el Monte Ararat, el lugar donde, según el Antiguo Testamento, quedó varada el Arca de Noé cuando las aguas del Diluvio Universal se retiraron.


El hecho de que el agua de Van sea salada hace pensar que un pedazo del mar que cubrió la Tierra quedó atrapado entre las montañas, y desde entonces ha permanecido allí como un recordatorio y una advertencia para que el hombre no vuelva a provocar la ira de Dios. Dentro del lago, que tiene ciento veinte kilómetros de anchura en su parte más amplia, existe una pequeña isla en la que la única huella del hombre es un monasterio deshabitado.

En sus paredes, construidas alrededor del año mil después de Cristo, están grabadas en relieve escenas de la Biblia, entre las que destaca el Arca de Noé con las velas extendidas, navegando por la eternidad atrapada en la piedra. Contemplando el monasterio, es fácil imaginar que éste también pueda ser un pequeño Arca, los restos de una civilización antigua sumergida en el lago, un refugio de monjes que hubiesen escapado de la cólera divina. 

La isla toma nombre de una leyenda, la leyenda de Tamar, una princesa que se enamoró de un pastor de las montañas del Ararat. El padre de Tamar, un bajá o noble de la zona, que no consentía aquella relación, encerró a su hija en una isla del lago Van para que olvidase a su enamorado, pero ni él ni ella se resignaron a no verse. Todas las noches, aprovechando la oscuridad, el pastor atravesaba el lago en un pequeño bote, orientándose por la luz de la vela que Tamar encendía en una de las ventanas del monasterio. El bajá no tardó en darse cuenta de lo que sucedía y, encolerizado, encerró a su hija en una celda subterránea, la misma noche en la que una tormenta transformó el lago en un mar furioso.

El padre de Tamar encendió la vela para invitar al pastor a navegar hacia el monasterio y cuando distinguió su barca acercándose, a medio camino entre la orilla y la isla, apagó la llama. La tormenta cubría la luna y las estrellas, y el enamorado, desorientado en la inmensa oscuridad, navegó sin rumbo por el lago, luchando contra las aguas embravecidas y tratando de alcanzar la isla. Finalmente, agotado por el esfuerzo, perdió la batalla contra las olas y naufragó, hundiéndose junto a su bote.

Sus últimas palabras antes de ahogarse fueron “Agh Tamar”, un grito que resonó en la noche de tormenta. Tamar oyó ese grito, entendió lo que significaba, y a la mañana siguiente, cuando su padre decidió liberarla de su encierro, se lanzó al lago y desapareció sin que nadie pudiera hacer nada por salvarla. Nunca encontraron sus cuerpos. 

Desde entonces la isla se llama Akdamar, (Agh Tamar), y el lago está habitado por espíritus. Algunos cuenta que, en las noches de tormenta, han visto a los fantasmas de los enamorados caminando sobre la superficie del agua, buscándose el uno al otro. Otros dicen que no son Tamar y el pastor, sino los ángeles que llevaron el Arca de Noé a lo alto del Ararat, que viven en el fondo del lago esperando al Segundo Diluvio. Incluso hay alguno que afirma que en las noches sin luna ha visto la llama de una vela en la ventana del monasterio, donde el espíritu de Tamar sigue esperando a su enamorado. 

Al principio es apenas una roca rasgando la superficie del lago.


Después va agigantándose a medida que la barca avanza en dirección Oeste entre un intenso olor a gasoil, el runruneo del motor y los graznidos de las aves. Nuestra pequeña expedición contempla en silencio cómo la roca va convirtiéndose en escollo, el escollo en peñasco, el peñasco en islote y el islote en isla, mientras la quilla metálica de la embarcación flota, casi ingrávida, sobre la superficie.

Recuerdo la leyenda de Tamar, confinada en el monasterio esperando a su enamorado, y creo revivirla a bordo de aquella barcaza; e imagino que navegamos hacia la isla para rescatarla. No hay ninguna llama que nos muestre el rumbo correcto; la luz lo baña todo, y podemos divisar con claridad nuestro objetivo. Pero al caer el sol, en la oscuridad inmensa y repetida de la noche sobre el lago, debe ser imposible orientarse sin un pequeño faro, aunque sea tan insignificante en la lejanía como la llama de una vela. Pienso que la leyenda del lago es la metáfora más exacta de la vida, por la que navegamos ciegos en la oscuridad, buscando siempre una pequeña llama que nos guíe y nos salve de ahogarnos entre las olas.

Akdamar crece frente a nosotros y, metro a metro, comienza a tomar forma. La isla tiene dos partes: una pequeña colina, que se eleva orgullosa más de cien metros sobre la superficie del lago, y una amplia explanada sobre la que se alza el monasterio, la vieja iglesia armenia de color cobrizo, con una nave única terminada en un tejado cónico. Varios árboles custodian el templo, como si fuesen monjes petrificados. La isla, con el monasterio como estandarte, recuerda a los campanarios que sobresalen de los embalses en España, testigos mudos de la muerte de pueblos inundados.

Cuando nos acercamos tanto que la silueta del islote nos oculta la visión de las montañas del Oeste, el barquero detiene el motor. La barca empieza a dar bandazos, dirigida por el barquero hacia la parte más baja del islote, donde se esconde un pequeño muelle. Entonces escucho aquel sonido por primera vez. 

Al principio me cuesta distinguirlo de los demás. No es el murmullo del agua estrellándose contra las rocas, ni el aleteo de los pájaros sobre nuestras cabezas, ni el rumor del viento al colarse por los huecos del tejado del monasterio. Al principio creo que el sonido nace de mis compañeros, para terminar comprendiendo que aquel susurro, aquella melodía sin notas, aquella canción sin palabras, no tiene origen en nada que conozca. Viene del agua, pero no de la superficie, sino de las profundidades, como si una orquesta de instrumentos de viento continuase tocando en las entrañas de un barco naufragado. 

Miro a mis compañeros, pidiéndoles una explicación. El barquero tuerce la cara y, colocándose una mano a modo de visera, se gira hacia las montañas. Dicle, acercándose a mí, susurra, mientras la barca atraca en Akdamar:

- Ángeles. 

Al desembarcar en la isla, siento que piso suelo sagrado. Acompañado por mis amigos kurdos, trepo por una pequeña rampa hacia el monasterio, deslumbrado por el reflejo del sol en las paredes naranjas de arenisca, y al llegar a los últimos metros, me siento como el peregrino musulmán en la Meca, el cristiano devoto en la Plaza de San Pedro o el hindú que va a morir al Ganges.

En las paredes de aquel santuario olvidado, anaranjadas por la luz del mediodía, enormes relieves de piedra cuentan historias del Antiguo Testamento: un David de mi estatura se enfrenta con su honda a un gigantesco Goliat.

Adán y Eva, con la cara borrada, cogen la manzana del árbol prohibido, rodeado por la serpiente que simboliza a Satanás, San Jorge mata al dragón, Daniel reza en el foso de los leones, Jonás es devorado por la ballena, y efigies de reyes, ángeles y santos nos reciben tapándose la cara. También están la Virgen y Jesucristo, quizá Dios en persona, con rostros misteriosos, inscripciones y figuras de la naturaleza, sobre todo uvas, osos, leones y animales fantásticos como grifos y pájaros con cabeza de cabra, tal vez representaciones del Apocalipsis, escenas incomprensibles para mis ojos occidentales.

Y, con las velas extendidas, el arca de Noé.







Entro en el monasterio. En las paredes del interior, retazos de pinturas sagradas tratan de sobrevivir entre los desconchones de las paredes. El monasterio, diminuto en comparación con sus parientes europeos, tiene una única nave muy sencilla, con un altar en forma de semicírculo, más elevado que el resto de la planta.

Comparado con el esplendor de las catedrales de Europa, armadas con torres esbeltas para representar la grandeza divina, creadas para intimidar al hombre y mostrarle su insignificancia, el templo de la isla parece hablar de otro Dios.

Las catedrales europeas están retocadas, repintadas, reconstruidas, maquilladas y, de esa manera, resisten las traiciones del paso del tiempo. Sin embargo, el monasterio de Akdamar, hermoso como las arrugas de un anciano sabio, desprende un aroma de santidad en el que flota el aliento de unos monjes que, más de mil años atrás, cultivaron un cristianismo de hierro entre sus paredes, un misticismo insólito en una tierra fronteriza con el inmenso poder del Islam. 

Al salir del monasterio y mirar hacia una de las orillas del lago, veo grabada en el suelo de una colina una media luna descomunal con una estrella al lado: el símbolo de la bandera turca. Los kurdos siguen la dirección de mi mirada, y Aziz dice algo con voz ronca y enfadada. 

- Una humillación innecesaria -traduce Dicle. Después, la kurda explica que mientras el monasterio estuvo habitado, los monjes levantaron pequeñas casas alrededor, viviendo durante siglos de la pesca y de las frutas y hortalizas que cultivaban en la isla, además de las escasas provisiones que llegaban del mundo exterior, entre ellas el agua. Van es un lago salado: si no llegaba agua del exterior, sólo podían beber de la lluvia. Señala un puñado de tumbas de piedra que asoman entre el suelo removido, custodiadas por un puñado de árboles.

- Los monjes no quisieron abandonar Akdamar ni después de muertos. 

Subimos a la colina por un camino de tierra, angosto y milenario, que serpentea entre matorrales castigados por la quemazón del sol, hasta que, jadeando y clavándonos las ramas de los matojos, alcanzamos la cima. Desde allí intento abarcar con la vista el paisaje que nos rodea. 

- Imagínate -dice Aziz, a través de Dicle- la vida de aquellos monjes.

Trato de hacerlo, y los envidio por un segundo. Por más que lo pienso, no puedo encontrar nada parecido a Akdamar, un lugar sagrado en el que celebrar cada mañana, rodeado de ángeles, la existencia de un Dios. Tal vez el arca de Noé nos contempla desde lo alto del Ararat, como recuerdo de la venganza divina, y a nuestros pies, el pequeño monasterio, lo humano frente a lo divino, David frente a Goliat, desafia con su honda de fe a la inmensidad de la Naturaleza.

El lago Van se extiende al Norte y al Sur, al Este y al Oeste, sin que nada turbe la tranquilidad de sus aguas, como si fuese el espejo de Dios. 

Embarcados de vuelta, navegamos en silencio hacia la orilla. La tarde ha caído de forma fulminante, y el sol se va escondiendo detrás del lago y las montañas. El barquero hace té de limón para todos, porque el ayuno del Ramadán ya ha acabado, y lo compartimos sin hablar, risueños y melancólicos, observando cómo la quilla hiende las aguas mansas del lago de Van, y cómo la isla, baluarte recóndito de fe, se va haciendo más y más pequeña a nuestra espalda.

Pero hay algo más interesante y más mágico que la isla, el lago y las montañas: mis amigos kurdos. Todas las guías de viajes nos hablan de lugares que visitar, comidas y bebidas que probar y paisajes que recorrer.

Pero ninguna hablará nunca del barquero-profeta, de la risa abierta de Aziz y del reflejo del crepúsculo en sus ojos claros, de la serenidad sobrenatural de Ibrahim, ni del pañuelo kurdo que me coloca uno de ellos alrededor del cuello para protegerme del frío del lago. Ni de Dicle, ni de las miradas ardientes y suplicantes que le lanza Mehmet.

Dicle navega en silencio, de pie sobre la barca con el pelo agitado por el viento, contemplando la orilla del lago, mostrándonos de perfil su sonrisa dulce y tranquila, pero evitando que su mirada se cruce con la de los demás.

Dicle es el río Tigris, un cauce que fluye ancho, tranquilo y hermoso, y también el Kurdistán, una raza de arios sin tierra que sus rasgos reclaman sin necesidad de hablar para hacerlo, y también la imagen de la Virgen María rubia en el frontal de la iglesia cristiana de Diyarbakir. Pero, sobre todo, es la reencarnación de Tamar, la princesa que por fin huye de la isla y regresa a la orilla del lago para encontrarse con su enamorado. 

Cuando atracamos en la costa, un viento agita el lago como si la tierra del fondo temblase, y los frágiles árboles de la orilla parecen estar a punto de rendirse. Dos gatos de Van, pequeños tigres blancos, llegan hasta la barca nadando como una exhalación -porque a esta especie de felinos les encanta el agua- y trepan, húmedos y excitados, a los brazos del barquero en busca de caricias.

El navegante los deposita en el suelo con delicadeza, y nos despide estrechándonos la mano. Aziz me coge del brazo, conduciéndome hacia la carretera y, al girarme para observar por última vez al barquero, veo que éste nos mira como si quisiese memorizar nuestras caras. Moviéndose con lentitud, se lleva la mano al pecho e inclina la cabeza en señal de despedida. 

Aquella noche, la última que paso en el Kurdistán, salgo a pasear por las calles desiertas de Van. Un viento helado que baja del Ararat rebota en una noche en la que ya no caben más estrellas, y la luna llena da luz suficiente para iluminar las calles sin farolas.

Las sombras lejanas del Ararat y sus montañas hermanas vigilan Van, alzándose sobre la ciudad como una ola colosal sobre una pequeña playa. 


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