En Olinda, la ciudad más hermosa de Brasil, descubro a una espía llamada Gicelie Marroquim, que trabajó para el bando aliado en la II Guerra Mundial.
Olinda, en el Nordeste brasileño, fue fundada en el siglo XVI por los portugueses -quienes le dieron su nombre: Oh Linda!- y arrasada cien años después por los protestantes holandeses, que fundaron la vecina Recife. Desde entonces han convivido Olinda y Recife, lo católico frente a lo protestante, la belleza de lo antiguo frente al pragmatismo de lo moderno.
Desayuno en una terraza cubierta -está finalizando la estación de las lluvias- en el hotel Siete Colinas, cuyo diseño colonial se inspira en las antiguas fazendas, las plantaciones de caña de azúcar, el oro dulce del Norte de Brasil. En el folleto de bienvenida del Siete Colinas se ofrece en letra pequeña la posibilidad de visitar el caserón histórico que sirvió de origen al hotel, y decido aprovechar la ocasión antes de zambullirme en la ciudad.
Para llegar al caserón, camino por un sendero de piedras flanqueado por palmeras de cocos y por árboles de pão, árboles de pan, que producen una fruta de poco sabor y valor traída del Sudeste asiático para alimentar a los esclavos.
En Brasil, incluso en los jardines, la vida crece con furia, la fruta brota incontenible de los árboles, y el verde lo invade todo, forzando a los humanos a atrincherarse en sus casas, incapaces de dominar a la naturaleza salvaje. Al final del camino, entro en un reducto colonial que parece haberse equivocado de siglo, en el que se levanta un caserón de piedra con un lejano recuerdo a Lisboa y a los palacetes de Sevilla.
Es la casa de la familia Marroquim.
A la entrada del caserón, con una fachada blanca que preside un escudo nobiliario, encuentro a Aldeílda, una anciana de noventa y un años que barre las escaleras con una energía sorprendente. Aldeílda ha viajado varias veces a Europa y es un personaje mítico en el famoso carnaval de Olinda. La anciana, aficionada a la caipirinha y al jolgorio, tiene costumbre de regar con una manguera a los danzantes, que han convertido en un ritual acercarse hasta su casa para pedirle que les moje.
Cuando la criada de la casa, Antonia, abre los portones del caserón, me golpea un torrente de historia y me inunda una emoción inexplicable, como si de repente me hubiese caído dentro de las páginas de García Márquez o Nélida Piñón, o como si estuviese debutando en una pieza maestra de la literatura latinoamericana.
El reloj de péndulo del caserón se ha detenido hace cincuenta años y sin embargo no hay en el edificio ningún rastro de abandono, como si los señores se estuviesen preparando para aparecer en cualquier momento, vestidos de época, para darme la bienvenida e invitarme a una taza de café negro, con azúcar obtenido de la caña de sus plantaciones.
El reloj de péndulo del caserón se ha detenido hace cincuenta años y sin embargo no hay en el edificio ningún rastro de abandono, como si los señores se estuviesen preparando para aparecer en cualquier momento, vestidos de época, para darme la bienvenida e invitarme a una taza de café negro, con azúcar obtenido de la caña de sus plantaciones.
Antonia enseña el caserón deteniéndose en cada habitación mientras cuenta la historia de la familia, dando vida a cada objeto con sus comentarios - éste es el tintero del señor, que era periodista, éstas son medallas que recibió durante la guerra, y aquí están los pasaportes del señor, la señora y su hermana-. Muestra todos los rincones con tanta seguridad y precisión que parece revivir el origen de cada detalle, de la vajilla de porcelana de Sévres, la sala china con figuras de porcelana, los muebles traídos de Portugal por la madre de la dueña y, cómo no, la habitación de la señora Gicelie Marroquim.
En esta última, una cama tallada en madera con un cabecero de barrotes de hierro espera a la solitaria habitante del retrato colgado en la pared, una mujer joven y muy hermosa dibujada en blanco y negro por un pintor español llamado Gregorio Prieto, vestida con gabardina, de rasgos delicados pero firmes, la mirada serena y el gesto serio, el pelo rubio y largo, peinado al estilo de los años cuarenta en Europa, como si fuera una versión brasileña de la Ingrid Bergman de Casablanca.
Gregorio Prieto, uno de los mejores pintores españoles del siglo XX, vivió una época exiliado en Londres, donde despuntó como retratista. Además del cuadro de Gicelie Marroquim, retrató a Winston Churchill, Greta Garbo, Federico García Lorca, Antonio Machado, Bette Davis o Luis Cernuda, entre otros, y luchó para que no desapareciesen los últimos molinos de viento de La Mancha, su región natal. Y, por lo que podía deducirse del retrato del caserón, había quedado fascinado por la hermosura de Gicelie Marroquim.
La criada habla con devoción de su señora, elogiando su carácter, su belleza y su inteligencia, explicando que recorrió medio mundo al lado de su marido, y que juntos vivieron una historia de amor de las que merecen ser escritas. La escucho tratando de imaginar cómo habría vivido, cómo habría amado y viajado, qué secretos habría acumulado incluso para quien había sido su sombra.
-Qué pena no poder conocerla-digo.
La negra Antonia me examina durante unos momentos, para terminar revelando su secreto:
- Si quiere, puedo presentársela.
- ¿Está viva?
- Está leyendo en el jardín.
Segundos después, mientras me acerco caminando entre palmeras, temeroso y expectante, a la butaca de mimbre en la que se sienta Gicelie, me parece haber entrado en un túnel que lleva al mismo tiempo al pasado y a la literatura.
Frente a mí hay un personaje con un aura sobrenatural que lee la Folha de São Paulo, un periódico inmenso que la cubre casi por completo, dejando al descubierto su pelo blanco, con un peinado impecable, y unas manos surcadas de venas azules, moteadas con manchas de una vejez de noventa y siete años. Junto a ella, un gato siamés se despereza en otra silla de mimbre cubierta por una manta. Al sentir que me acerco, baja con parsimonia el periódico y me observa sin disimulo de pies a cabeza, mientras Antonia y Aldeílda, que es su hermana pequeña, le explican quién soy.
Frente a mí hay un personaje con un aura sobrenatural que lee la Folha de São Paulo, un periódico inmenso que la cubre casi por completo, dejando al descubierto su pelo blanco, con un peinado impecable, y unas manos surcadas de venas azules, moteadas con manchas de una vejez de noventa y siete años. Junto a ella, un gato siamés se despereza en otra silla de mimbre cubierta por una manta. Al sentir que me acerco, baja con parsimonia el periódico y me observa sin disimulo de pies a cabeza, mientras Antonia y Aldeílda, que es su hermana pequeña, le explican quién soy.
Gicelie asiente con la cabeza, como si aprobase así mi presencia, y una vez que estoy sentado en otra silla de mimbre, empieza a hablar con una voz cavernosa y grave, como si fuese un oráculo, y sus palabras me transportan a otro país fuera de Brasil, al país de los recuerdos de la que un día fuera Ingrid Bergman para Gregorio Prieto.
Sus palabras, que brotan en un torrente desordenado de recuerdos y sentimientos, me hacen viajar a distintos escenarios donde se decidió la Segunda Guerra Mundial, al Eindhoven de la Holanda ocupada por los nazis, a Oslo, a Bélgica y al Berlín del comienzo de la Guerra Fría.
Sus palabras, que brotan en un torrente desordenado de recuerdos y sentimientos, me hacen viajar a distintos escenarios donde se decidió la Segunda Guerra Mundial, al Eindhoven de la Holanda ocupada por los nazis, a Oslo, a Bélgica y al Berlín del comienzo de la Guerra Fría.
Describe un mundo de espionaje bélico -dice, sin más explicaciones, que había trabajado de forma extraoficial para el Gobierno inglés- contando cómo, meses antes de que Estados Unidos entrase en guerra, Gran Bretaña había mandado a sus soldados con uniformes norteamericanos al frente Norte de Europa para hacer creer a Alemania que EE.UU. ya les estaba ayudando.
Hablando en un tono monocorde, como una radio antigua, explica por qué Hitler no invadió España, Portugal y Gibraltar. Según Gicelie, parte del oro que los nazis robaron a los judíos habría ido a parar a bancos de Lisboa; la mayoría de los funcionarios del Peñón de Gibraltar ya estaban vendidos a Alemania, y Franco acordó en secreto con el Führer prestarle apoyo logístico a cambio de no ser invadido.
Hablando en un tono monocorde, como una radio antigua, explica por qué Hitler no invadió España, Portugal y Gibraltar. Según Gicelie, parte del oro que los nazis robaron a los judíos habría ido a parar a bancos de Lisboa; la mayoría de los funcionarios del Peñón de Gibraltar ya estaban vendidos a Alemania, y Franco acordó en secreto con el Führer prestarle apoyo logístico a cambio de no ser invadido.
Pero Gicelie no se limita a hablar de la Historia escondida. Desde la lucidez de casi cien años de vida, analiza del mismo modo los problemas del Brasil de principios de siglo que el error de la intervención de EE.UU. en la Guerra de Irak, desgranando las palabras sin un solo indicio de que la vejez haya dañado su entendimiento. Habla con la majestuosidad y la seguridad de una mujer que ha sido hermosa e inteligente, y contempla el mundo desde la distancia de los años, con interés pero con desapasionamiento, alejada ya de cualquier filiación ideológica. Cuando Antonia trae un juego de café a la mesa, Gicelie deja de hablar, me mira durante un buen rato como si le recordase algo o alguien, y me pregunta por mi historia.
Escucha complacida y en silencio, asintiendo con la cabeza mientras sonríe y, de repente, me doy cuenta de que me mira como lo hubiese hecho una mujer de veinte años.
- Usted es bonito- dice, haciendo que me ruborice. Maravillado, comprendo que la persona que está hablando no es la anciana nonagenaria, sino la mujer en blanco y negro del retrato de Gregorio Prieto.
Entablo con la familia Marroquim una amistad emocionante que dura cuarenta y ocho horas, las mismas que paso en Olinda, la ciudad que los portugueses católicos sembraron durante siglos de iglesias para combatir en las trincheras de la fe a los holandeses de la vecina y protestante Recife.
No hay muchas ciudades en América Latina como Olinda, en la que los peatones siguen siendo más importantes que los vehículos, y donde se mantiene la noción europea de casco viejo, casi inexistente en la mayoría de las ciudades latinoamericanas. En Europa, las ciudades se diseñaron para hombres que caminaban. En América, para carros de caballos y después para coches.
Sin embargo, Olinda se ha conservado como un oasis de Europa enclavado en el corazón de Brasil. Desde lo alto de la colina de la Sé puede verse con claridad que Olinda es un archipiélago de iglesias y casas de colores en un mar de palmeras y árboles de pan, mientras que Recife, al fondo, es una ciudad futurista sin alma, de rascacielos blancos y grises.
Sin embargo, Olinda se ha conservado como un oasis de Europa enclavado en el corazón de Brasil. Desde lo alto de la colina de la Sé puede verse con claridad que Olinda es un archipiélago de iglesias y casas de colores en un mar de palmeras y árboles de pan, mientras que Recife, al fondo, es una ciudad futurista sin alma, de rascacielos blancos y grises.
En Olinda se conserva un antiguo mercado de esclavos, del siglo XVI, contemporáneo de la mayoría de sus iglesias, donde los africanos que habían sido secuestrados de África eran vendidos a los terratenientes locales, que les examinaban las pantorrillas y los dientes para comprobar si eran aptos para el trabajo. Caminando por el casco histórico, formado por calles en cuesta con casas de paredes y contraventanas de colores, puedo sentir África en la artesanía, muy parecida a la del continente negro, y en el gusto por la música. Olinda, mestiza como pocas, también es uno de los puertos de salida del sertão.
El sertão es una inmensa planicie árida que se extiende en el interior de la zona ecuatorial de Brasil, alejada del mar, donde apenas llueve, devastada por años de cultivo de algodón. Es una región tan pobre que muchos de sus habitantes se vieron forzados a emigrar hacia el sur con todas sus pertenencias a cuestas, un éxodo que ha sido recogido en la artesanía popular de Olinda. Pequeñas figuras de cerámica de colores caminan en fila india, como los africanos que aún hoy siguen andando por las orillas de la carreteras del continente negro.
En el sertão nació la leyenda favorita de Olinda, la de María Bonita y Lampião, el Robin Hood brasileño. Lampião, el líder de los cangaceiros, un grupo de bandoleros que habitaba en el sertão a principios del siglo XX, conoció a María Bonita cuando tenía dieciocho años, se encaprichó de ella y la raptó. Ambos se enamoraron, y María se sumó a su lucha, hasta que en 1938, los Bonnie&Clyde del nordeste brasileño fueron sorprendidos en un campamento y degollados por la policía de Pernambuco. Todavía sigue viva una de sus hijas, Expedita, y pienso en ella mientras atravieso las calles de Olinda y compro una lámina con el retrato de sus padres, convertidos en leyenda sin haber cumplido los cien años.
Mientras recorro Olinda, me encuentro con los preparativos de una boda en la Iglesia de San Pedro. No puedo resistir la tentación, y me camuflo en uno de los últimos bancos del templo, ansioso por curiosear quiénes son los novios, que no aparecen por ninguna parte.
Entre el jolgorio de invitados, vestidos con trajes de colores africanos, espero un buen rato mientras busco en vano a los dos jóvenes enamorados, hasta que una voz de mujer empieza cantar Eu sei que vou te amar de Caetano Veloso, - sé que te voy a amar/ toda mi vida te voy a amar/ en cada despedida sé que te voy a amar/ desesperadamente sé que te voy a amar- y aparecen los dos novios, que rozan el medio siglo, enamorados y cogidos del brazo. Él cojea ostensiblemente, pero nadie parece darse cuenta al verlos caminar hacia el altar, con los ojos brillantes y la sonrisa emocionada, como si flotasen sobre el suelo.
Esa noche celebro por mi cuenta la boda de los novios maduros en la Oficina do Sabor, tal vez el mejor restaurante del Nordeste de Brasil, que crea platos inverosímiles combinando carne seca, gambas, arroz, pescado, calamares, leche de coco, calabazas, yuca, castañas de cajú y frutas tropicales como el mango o el maracuyá.
Es mi última noche en Olinda, y remoloneo por las calles mientras observo a los jóvenes bailando capoeira en la calle -un baile que en otra época les hubiese costado ser enviados al presidio de Noronha-hasta que no tengo más remedio que regresar al Siete Colinas.
En mi última noche en Olinda me quedo un buen rato despierto, en el hall del hotel, curioseando la librería que perteneció al señor Marroquim y a sus hijos, uno de los cuales, arquitecto, ha diseñado el hotel. Pocas cosas dicen tanto de una familia como su librería, y ésta no es una excepción. Están los grandes clásicos latinoamericanos, pero también muchos europeos, y el libro más grande es Las Venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano. Los Marroquim son una familia cultivada, erudita y abierta al mundo exterior, como la misma Gicelie me ha mostrado al contarme su propia historia.
La mañana de mi marcha me dirijo al caserón, donde me encuentro con Antonia y Aldeílda, y me despido de ellas como si fuesen dos ancianas tías-abuelas con las que me he reencontrado en América. Al sentarme frente a Gicelie, que no se separa del periódico ni del café, custodiada siempre por su gato siamés, veo algo distinto, una mujer a la que el tiempo no ha logrado vencer ni doblegar, llena de pasión por la vida y los sentimientos, una belleza batalladora que jamás se ha resignado a aceptar el paso de los años. Bajo la piel arrugada y moteada de vejez, la espía anglo-brasileña tiene mi edad, siente como yo, y está halagada por mi admiración, pero no desde una vanidad de cien años sino desde una coquetería de veinte.
Pido permiso para hacerme una fotografía con ellas, y acceden. Antonia y Aldeílda me enlazan con unos brazos casi centenarios, nervudos como las raíces de viejos árboles, y Gicelie busca mi mano y me la aprieta con la misma complicidad y dulzura con la que lo habría hecho Ingrid Bergman.
Me encanto el modo de vivenciar este paso por Olinda! Alla ire...pronto! Y tal ve algun dia elija vivir alla!
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