Al final de una carretera que atraviesa Panamá desde el Pacífico al Caribe, me espera la que durante mucho tiempo fue la puerta de El Dorado.
Cuando la carretera llega al Caribe, El paisaje se vuelve soñoliento, el cielo parece haber descendido, y
el calor comienza a amodorrarme mientras conduzco sin tener muy claro ni
dónde estoy ni hacia dónde me dirijo. Uno de los efectos que el
clima caribeño causa en el viajero es una extraña amnesia que adormece el
sentido de la orientación y del paso del tiempo. Y, cuando menos lo espero, como sucede
siempre en América Latina, llego a mi destino.
Es una bahía en forma de media
luna, protegida de las traicioneras tempestades del Caribe por una pequeña sierra cubierta por la
jungla, cara a cara con la ciudad que estaba buscando:
Portobelo. Aquella misma bahía fue bautizada con ese nombre por
Cristóbal Colón, en 1502, en su cuarto viaje a América, pero la ciudad no nació
hasta casi un siglo después.
El puerto original de salida de las
riquezas americanas hacia España fue Nombre de Dios, una ciudad no muy lejana
de Portobelo, situada cerca de una ciénaga, imposible de fortificar. Después
de varios asaltos de los piratas, entre ellos Sir Francis
Drake, la flota de Indias cambió de puerto y fundó la ciudad de Portobelo, convirtiéndola en la entrada y salida de las riquezas que
Europa extraía de América Latina.
Las mercancías preciosas se embarcaban en los puertos del Pacífico hasta llegar a lo que hoy es Panamá la Vieja, transportándose después por tierra a Portobelo, desde donde zarpaban regularmente galeones cargados de oro hacia el Viejo Continente.
Las mercancías preciosas se embarcaban en los puertos del Pacífico hasta llegar a lo que hoy es Panamá la Vieja, transportándose después por tierra a Portobelo, desde donde zarpaban regularmente galeones cargados de oro hacia el Viejo Continente.
Durante dos siglos, Portobelo fue
una ciudad codiciada por los principales piratas de cada época, entre ellos
Henry Morgan y Francis Drake, que falleció frente a la costa y fue enterrado en
un ataúd de plomo en el fondo de la bahía. Recientemente, un investigador que
afirmaba haber encontrado la tumba submarina del pirata, propuso al Gobierno
inglés sufragar una expedición para recuperar sus restos. Londres, pragmático
como siempre, contestó que lo mejor era que Drake se quedase donde estaba.
Al llegar a Portobelo, antaño ciudad
de oro, compruebo que la historia no tiene piedad. Hoy es una ciudad casi
abandonada, desolada, arrasada por los mosquitos y la humedad, con apenas dos
mil quinientos habitantes, salpicada de ruinas sobre las que anidan los
gallinazos.
Llego en una tarde medio lluviosa, en la que una celebración religiosa ha sacado a un santo en procesión por las calles. Nadie lleva sobre los hombros la talla de madera que representa al santo, una figura de facciones blancas sobre una muchedumbre negra, vestida con una capa roja, una cruz en la mano y una aureola sobre la cabeza, rodeado de flores y cirios encendidos.
Flanqueándole, la población -toda mulata o negra, ironía en una ciudad creada y después abandonada por los conquistadores europeos- camina de forma desordenada, hablando y riendo, aunque sin faltar el respeto a la talla.
Los niños saltan y juegan con velas encendidas en la mano, los adolescentes coquetean y los hombres y mujeres me observan con la misma expresión de asombro que yo a ellos. Sigo a la procesión, que parece deambular sin rumbo definido, como si el santo hubiese decidido salir a pasear por el pueblo. Después, abandono la ruta y me dedico a pasear por mi cuenta por los edificios que revelan que Portobelo ha tenido un pasado brillante.
Recorro el desolado museo en el edificio de la aduana,
restaurado por la cooperación española, y camino por las fortificaciones que
un día defendieron la ciudad de los piratas.
Hoy, todo es desolación en Portobelo. Decenas de cañones cubiertos de óxido e inutilizados apuntan hacia la bahía, sin haber sido disparados durante siglos, casi deseando que el viejo Drake se levante de su tumba para volver a entablar combate. En las viejas garitas de centinela, sólo montan guardia los gallinazos, los pájaros favoritos de García Márquez para expresar la desolación.
Llego en una tarde medio lluviosa, en la que una celebración religiosa ha sacado a un santo en procesión por las calles. Nadie lleva sobre los hombros la talla de madera que representa al santo, una figura de facciones blancas sobre una muchedumbre negra, vestida con una capa roja, una cruz en la mano y una aureola sobre la cabeza, rodeado de flores y cirios encendidos.
Flanqueándole, la población -toda mulata o negra, ironía en una ciudad creada y después abandonada por los conquistadores europeos- camina de forma desordenada, hablando y riendo, aunque sin faltar el respeto a la talla.
Los niños saltan y juegan con velas encendidas en la mano, los adolescentes coquetean y los hombres y mujeres me observan con la misma expresión de asombro que yo a ellos. Sigo a la procesión, que parece deambular sin rumbo definido, como si el santo hubiese decidido salir a pasear por el pueblo. Después, abandono la ruta y me dedico a pasear por mi cuenta por los edificios que revelan que Portobelo ha tenido un pasado brillante.
Hoy, todo es desolación en Portobelo. Decenas de cañones cubiertos de óxido e inutilizados apuntan hacia la bahía, sin haber sido disparados durante siglos, casi deseando que el viejo Drake se levante de su tumba para volver a entablar combate. En las viejas garitas de centinela, sólo montan guardia los gallinazos, los pájaros favoritos de García Márquez para expresar la desolación.
Sin embargo, existen todavía
nostálgicos que creen que Portobelo no ha dejado de ser la puerta de El Dorado,
o que al menos confían en el espíritu del pirata Drake.
Conozco un italiano con bigote a lo Salvador Dalí que está celebrando la inauguración de su nueva casa, junto a la bahía, el mismo día que yo llego. Se ha quedado prendado de Portobelo, de su encanto decadente y caribeño, y ha decidido quedarse allí.
También se ha instalado en Portobelo, en el pequeño hotel en el que duermo, una húngara casada con un colombiano, que claramente se han visto forzados a abandonar Colombia. El hotel es hermoso, y en él hay mucha ilusión reflejada, pero la mujer húngara tiene los ojos inundados de tristeza caribeña.
Conozco un italiano con bigote a lo Salvador Dalí que está celebrando la inauguración de su nueva casa, junto a la bahía, el mismo día que yo llego. Se ha quedado prendado de Portobelo, de su encanto decadente y caribeño, y ha decidido quedarse allí.
También se ha instalado en Portobelo, en el pequeño hotel en el que duermo, una húngara casada con un colombiano, que claramente se han visto forzados a abandonar Colombia. El hotel es hermoso, y en él hay mucha ilusión reflejada, pero la mujer húngara tiene los ojos inundados de tristeza caribeña.
Al contrario de lo que se piensa, el Caribe tiene dos caras. Una es la que atrae al viajero, la del mar alegre, luminoso y coralino, lleno de promesas y optimismo. Otra, la menos conocida, es la cara triste. La tristeza caribeña es una tristeza abrumadora, inesperada, que atrapa como una tela de araña de la manera más inesperada.
Esa tristeza no es desgarradora, sino somnolienta, melancólica, nostálgica. Es la tristeza de los sueños no cumplidos, mucho más dura y profunda que la de aquel que nunca tuvo sueños. Ésa es la clase de tristeza que transmite la húngara atrapada en Portobelo, y también la del Cristo Negro.
En una iglesia del corazón de la ciudad, existe una talla maravillosa de un Cristo de raza negra, vestido de
púrpura, con el color de los nazarenos andaluces. Cuenta la leyenda que ese
Cristo llegó por azar a Portobelo, donde el barco
que le llevaba a otro destino se vio obligado a fondear por una tormenta.
Cada vez que el Cristo era embarcado para proseguir viaje, se levantaba una enorme tempestad que impedía la salida de la nave. Por fin se decidió que el Cristo se quedase en Portobelo, convirtiéndose en objeto de peregrinación. Hasta el Cristo Negro ha quedado atrapado por la melancolía caribeña.
Cada vez que el Cristo era embarcado para proseguir viaje, se levantaba una enorme tempestad que impedía la salida de la nave. Por fin se decidió que el Cristo se quedase en Portobelo, convirtiéndose en objeto de peregrinación. Hasta el Cristo Negro ha quedado atrapado por la melancolía caribeña.
De Portobelo huyeron todos los
demás, primero los españoles, y con ellos los piratas. Los esclavos, que se
habían alzado en armas y estaban escondidos en el monte, regresaron entonces y
se adueñaron de las ruinas, donde permanecen hasta hoy. Son inmunes a la
melancolía caribeña, que atrapa sin remisión a todos los demás. De los
españoles sólo quedaron las tallas y los rituales religiosos; del oro, nada; de
las guerras navales, cañones llenos de óxido y, en algún lugar, la tumba del
pirata Drake.
De repente, siento una necesidad imperiosa de marcharme.
De repente, siento una necesidad imperiosa de marcharme.
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