Noronha - Prisioneros en el Paraíso



El agua del archipiélago de Fernando de Noronha tiene distintos colores, que oscilan entre el azul cielo, el turquesa y el esmeralda. La arena de sus playas se mueve en una gama entre el ocre y el blanco roto, y la vegetación tiene todos los tonos del verde. 

Como no podía ser menos, su vida submarina está formada por un arco iris de peces tropicales, que conviven con los grandes mamíferos, reptiles y escualos que deambulan por el océano Atlántico.

Delfines en Noronha
El mar en  Noronha
Noronha, registrada por primera vez por el cartógrafo español Juan de La Cosa en 1500, fue descubierta por el omnipresente Américo Vespucio, que tres años más tarde escribiría: "El Paraíso está aquí". Hoy, las palabras de Vespucio han regresado.

El archipiélago está formado por veintiún islas volcánicas de la cual sólo una, Noronha, está habitada por el hombre. Sus aguas están abarrotadas de rayas, tiburones, tortugas y delfines acróbatas, que juguetean con los barcos y los bañistas como niños traviesos. En Noronha apenas viven dos mil personas, y se encuentra la carretera más corta de Brasil, con sólo siete kilómetros que van de punta a punta de la isla. También hay trece playas paradisíacas. Y en la playa de Boldró vive Sarena. 

En 2006, Sarena es una niña mulata de cuatro años, con el pelo aclarado por el sol y una sonrisa de conejo con dientes de leche. Vive junto a la cantina de su madre, una casa de madera sobre la arena de Boldró, cuyo plato más sabroso es la barracuda asada, acompañada por agua de coco. 

Mientras almuerzo, Sarena se acerca, repitiendo su nombre varias veces al presentarse, muy orgullosa, y habla conmigo como si fuese su juguete, hasta que se aburre y se marcha a corretear por la playa hacia su casa, una choza situada a unos pasos del mar, en el que las rayas, perezosas, se dejan llevar por las olas a unos pasos de la orilla. En las visitas que hago a Boldró nunca veo al padre de Sarena, y fantaseo pensando que quizá sea el fruto de una relación fugaz entre su madre y algún viajero. La última vez que la veo, llora porque su madre le ha obligado a ponerse las sandalias, cuando lo que a ella le gusta es caminar descalza por la playa. 


Dicen que entre las trece playas de Noronha están dos de las más hermosas de Brasil. La playa de Sancho está encerrada en una bahía, protegida por un acantilado en forma de media luna. Para llegar a ella cuando la marea está alta, es necesario descender por las entrañas del acantilado a través de una escalera de metal incrustada en una oquedad. 



Al llegar al final, después de atravesar retazos de vegetación que parecen ansiosos por bañarse, una mínima lengua de arena se precipita en un agua cristalina que alberga una de las mayores concentraciones de peces tropicales del mundo. 


Playa de Sancho
Mientras la playa de Sancho es caribeña, la del León, situada en el lado opuesto de la isla, es atlántica. Toma su nombre de una colina aislada en el mar con forma de león marino, es agreste y salvaje, de olas rebeldes y violentas, y una arena húmeda de color canela en la que las huellas parecen no borrarse nunca.


Playa del León
Noronha, atlántica y caribeña, se encuentra en una encrucijada de caminos entre Europa, América del Sur y África. Aunque el Caribe le quede lejos, a Noronha llegan los peces caribeños, igual que tiempo atrás llegaron los piratas. 

En línea recta hacia el Este tiene las costas de Gabón y el Congo, al Oeste, las de Brasil, y es pariente lejana de Cabo Verde, las Islas Canarias y las Azores. Su aislamiento en mitad del Atlántico ha hecho que sea ignorada en muchas ocasiones, pero también le ha dotado de un pasado fascinante, casi virgen, con un aura maldita que le ha perseguido desde su aparición en la Historia hasta nuestros días. 



El vuelo de Air France desde Río de Janeiro a París, AF447, que desapareció en el Atlántico en el verano de 2009, lo hizo cerca de Fernando de Noronha, adonde llegaron los restos de cadáveres que se encontraron flotando en el mar. El archipiélago es un fenómeno extraño en el Atlántico, un puñado de torres volcánicas que se alzan desde una profundidad insondable de más cuatro mil metros, el lecho del océano, donde el hombre tiene vetado el acceso. 



Antes de caer en el olvido durante siglos, el archipiélago fue uno de los primeros lugares en los que los colonizadores europeos tomaron tierra, en una expedición financiada por el portugués Fernando de Noronha (que nunca conoció las islas que llevan su nombre), pero rápidamente fue menospreciada por su lejanía con el continente -más de 300 kilómetros-, por sus escasos recursos y la dificultad de defenderla.  



Posteriormente, atravesaría varias etapas como presidio y lugar de marginación de aquellos “malditos” que Brasil no quería, como los gitanos que fueron expulsados del país en el siglo XVIII, (habían llegado a Brasil procedentes de España y Portugal, y fueron marginados y excluidos por las autoridades brasileñas de la época) y también, quienes practicaban capoeira. 

La Capoeira original surgió como una forma de resistencia a la opresión, llegada de África e inspirada en los bailes rituales de las tribus de los esclavos que llegaban a América Latina.  Con el tiempo, se asoció con actividades criminales, y fue prohibida en Brasil, y su práctica castigada por la amputación de los tendones de la espalda y de los pies. La Capoeira continuó practicándose en la clandestinidad, como un arte secreto, transmitido de padres a hijos. 



En 1832, el mismísimo Charles Darwin, tal vez el gran viajero de su siglo, visitó el archipiélago en una de sus expediciones, en la que también llegó a la remota Patagonia y Tierra de Fuego, dejando constancia de su paso en su diario de viaje. Después, Noronha fue presidio político y base militar, y hasta que descubrió su potencial turístico, era un lugar apartado del mundo. Aún en nuestra época, sólo su belleza encubre los secretos que sigue conservando. 

Hoy, Noronha está habitada por los descendientes de gitanos, practicantes de capoeira, criminales y militares, que conviven en armonía. También es un destino exclusivo y limitado (no más de 420 turistas al mismo tiempo), que se abrió al mundo en 1972 y hasta hace unos años era un secreto bien conservado por las clases más pudientes del Sur de Brasil.

El día posterior a mi llegada amanece oscuro, y las nubes gris ceniza, que llegan desde el horizonte sur del océano, se rompen pronto para derramar una catarata de agua sobre Noronha. La lluvia ecuatorial no es ninguna broma. Durante las horas que dura, el cielo se cubre por completo, y la tierra sólo es visible a través de una cortina de agua que golpea el suelo con rabia, con millones de gotas que caen en zigzag, zarandeadas por el viento. Para el visitante que busca las playas y el mundo submarino, esa lluvia torrencial es un desastre. Para Noronha, que apenas tiene fuentes de agua naturales, es la vida.  

La vida en Noronha se desarrolla monótona, día tras día, con el único aliciente de los viajeros que van llegando, pero incluso éstos han pasado a integrarse en la rutina de los nativos y, por tanto, han perdido interés. No hay mucho que hacer en el archipiélago. Casi todos se dedican al turismo -muchos han convertido sus casas, siempre de una planta, en pousadas para turistas-, y lo compaginan con la pesca, la agricultura o la cría de una cabras de orejas descomunales que proceden de la India. 

El Estado brasileño está representado por los servicios básicos, escuela, un hospital, un pequeño aeropuerto, policía, y hay un puñado de tiendas de artículos de primera necesidad. Para todo lo demás, está la tierra firme que, contemplada desde Noronha, casi parece un lugar legendario. Los billetes a Natal y Recife no son especialmente caros, pero los ingresos de los habitantes de Noronha tampoco son altos. La llegada de productos especiales, vía barco o vía avión, es tan sorprendente que al pasear por la isla llama poderosamente la atención algo tan simple una bicicleta.  

António, uno de los policías de la isla, vive junto a la carretera, en Vila dos Remédios, y no tiene muy claro si su traslado a Noronha es un premio o un castigo. 

- La isla es el lugar más seguro de Brasil- António sabe mucho de inseguridad, porque viene de São Paulo- Nadie puede escapar si comete un crimen. Tampoco hay favelas, nadie pasa hambre y, si hablas con ellos, la gente es muy amable y legal. Pero, si os fijáis un poco, veréis que están como dormidos. 

Hablo con António al poco tiempo de llegar a Noronha, y día a día voy comprobando que tiene razón, y que los isleños parecen vivir en una perpetua y risueña somnolencia. Alquilo un buggie para desplazarme de lado a lado de la isla, de punta a punta y de playa a playa, y cada vez que veo alguien caminando por la carretera, le invito a subir. De este modo, voy conociendo a muchos isleños, todos amables y tranquilos, y consigo hacerme una idea de su forma de ser. 

En Noronha hay dos clases de personas: los que sueñan y los que han dejado de soñar. Los que sueñan saben que más allá del mar está su país, el más grande de América Latina, lleno de lugares por conocer, grandes ciudades, paisajes de una belleza inimaginable y cientos de aventuras esperando. Sin embargo, a nadie se le escapa que Noronha es un oasis de seguridad y que, al otro lado del océano, se encuentra el Mal. En la isla no sólo habitan nativos, sino también brasileños del continente que han escapado de ese Mal, que siguen recordándolo, y que se resisten a volver.

También están los que han dejado de soñar, como Max, el dueño de la pousada en la que duermo. Estos últimos viven en una especie de indolencia escéptica, como si creyesen que la tierra firme, América Latina, es una leyenda a la que no vale la pena prestar mucha atención. Sus movimientos, mucho más lentos de lo habitual, los delatan: en Noronha la prisa no tiene ningún sentido. Se dedican a pequeñas componendas domésticas, como si el mundo más allá de las islas no existiese y todas sus manifestaciones, incluidos los turistas, no fuesen más que un espejismo.

La minúscula capital de Noronha es Vila dos Remedios, donde se encuentran la mayoría de lugares de reunión de la isla, pequeñas cantinas en donde se sirven pescados y a veces tiburones, regentadas por los locales, que también venden dim-dim en sus casas (trozos de hielo cilíndricos envueltos en plástico con sabores de frutas tropicales) y se acercan cada domingo a la única iglesia de la isla, en la práctica la única iglesia en un área de cuatrocientos kilómetros. En casi todas las comunidades del mundo, existen dos lugares donde el viajero puede observar impunemente sus entrañas: sus templos y sus escuelas.

Iglesia de Vila dos Remedios
En uno de sus libros, Ryszard Kapuściński, el mejor reportero del siglo XX, nacido en el pueblo de Pinsk (actual Bielorrusia, pero perteneciente a Polonia en la fecha de su nacimiento), cuenta cómo regresa al pueblo de sus padres y, para encontrarse con sus viejos vecinos, acude a la misa del domingo. 

Desde los confines del imperio soviético hasta los de América del Sur, las iglesias no son sólo lugares de oración, sino también puntos de encuentro. La católica de Vila dos Remédios, un hermoso edificio blanco y amarillo con reminiscencias portuguesas, también sirve como lugar de reunión a los habitantes de la isla, y por eso decido acercarme a la misa del domingo.

Es una misa católica, muy distinta de las europeas. Tratando de evitar la sangría de fieles causada por las técnicas de marketing utilizadas por las iglesias evangélicas, la Iglesia Católica brasileña ha integrado el baile, las palmas y las canciones en su ritual, y los feligreses no sólo cumplen con el precepto dominical, sino que además se entretienen. 

El momento más especial es el de la paz. Mientras que en otras culturas, como las del Norte de Europa, esa parte del rito se zanja con un fugaz apretón de manos, o incluso con una leve inclinación de cabeza, en la misa de Noronha dura más de diez minutos, porque todos los feligreses y el párroco se abrazan y besan con alegría, recorriendo todas las filas de bancos y convirtiendo la iglesia en una verbena improvisada. Cuando aún no me he repuesto de los besos y abrazos, el sacerdote invita a salir a los forasteros, nos entrega un micrófono y nos hace dedicar unas palabras a la concurrencia, que aplaude encantada.

Pese a las diferencias entre razas, religiones y culturas, existe un sustrato común a toda la Humanidad. La comunidad de Noronha me hace sentirme acogido con aquel aplauso, igual que tantas otras veces me he sentido bien recibido en celebraciones religiosas en lugares tan dispares como New Jersey, Estados Unidos o Tawau, Malasia. Esa bienvenida al viajero está emparentada con la ley del desierto que obliga a dar comida, agua y refugio incluso al enemigo, y también con los códigos de las zonas tribales entre Afganistán y Pakistán, que establecen como una obligación sagrada la hospitalidad, y que incluso obligan a defender la vida del huésped con la suya propia. En la Antigüedad remota, se consideraba al viajero como un regalo de los dioses, y todavía hoy, en la mayor parte del mundo, sobre todo en los lugares no pervertidos por el turismo masivo, la hospitalidad -aunque en distintos grados- sigue siendo un valor importantísimo.         

La escuela es el otro lugar en el que se pueden encontrar los verdaderos valores de cada sociedad. La de Fernando de Noronha está sorprendentemente poblada de niños, que parecen ser la parte más numerosa de la población de la isla. Los niños, sonrientes y alegres, quieren ser policías o jugadores de fútbol, y también parecen afectados por el virus de la indolencia de sus mayores, aunque el tono saludable de su piel habla de una infancia  integrada en la naturaleza, en las playas y en los retazos de selva. A no ser que decidan partir, su vida estará circunscrita a los siete kilómetros de la BR 363, heredarán y reformarán la pousada o la cantina de sus padres o serán guías turísticos, pescarán, cultivarán algunos productos para consumo propio, y serán testigos del flujo de cientos de miles de turistas que llegarán, se extasiarán ante la belleza del archipiélago, uno de los principales santuarios mundiales de los buceadores, y se marcharán, prometiéndose volver algún día -aunque no volverán-.  

Pero Noronha aún guarda muchos secretos, como el del botín de uno de los más famosos piratas de la Historia. Hoy, existe en Fernando de Noronha una cueva conocida como la “Caverna del Capitão Kidd”, que supuestamente habría desembarcado en la isla. Aún hoy se dice que hay un tesoro pirata escondido en una cueva de difícil acceso, en la que es posible escuchar un rugido de león, causado por el mar que penetra en las cavernas durante la marea alta -aunque, según la leyenda, el tesoro está protegido por un terrible dragón, que es en realidad quien lanza los rugidos-. No está claro si el capitán Kidd pasó por Noronha, o fue su contemporáneo Francis Drake; en cualquier caso, el tesoro sigue esperando, y esa historia de piratas es el vínculo de Noronha con América Latina en, donde no hay lugar que se precie sin secretos ocultos, tesoros escondidos, o piratas, donde siempre hay una leyenda que supera la imaginación.

Más allá de botines legendarios de piratas, en Noronha hay un tesoro que puede descubrirse si uno se levanta mucho antes del amanecer y camina una hora a través de un pequeño bosque hacia la parte oeste de la isla. 

Allí está la Bahía dos Golphinos, donde duermen los delfines de Noronha que, sincronizados con el amanecer, realizan una danza única cuando sale el sol. En esa bahía duermen alrededor de trescientos delfines rotadores, un auténtico ejército de cetáceos que, saludando al día, ejecutan cientos de maniobras acrobáticas sobre el mar mientras Noronha, la isla que se desentendió de la tierra firme, comienza a desperezarse.   




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