Kurdistán II: Van



Al abrir los ojos, encuentro una metralleta apuntándome al pecho.

Los soldados forman parte de un control rutinario de transportes en el Kurdistán turco, y examinan con recelo mi pasaporte, pensando que en el mejor de los casos soy un idiota que quiere jugar a aventurero, y en el peor un espía de tercera división. El control militar se repite varias veces y, a mitad de camino hacia Van, el autobús se para en la nada. 

Es noche cerrada cuando bajamos en un lugar que puede estar en cualquier parte del mundo y a la vez en ninguna, un sitio que no se parece a nada, una parada igual a tantas otras que pueden encontrarse desde la estepa siberiana hasta las costas albanesas. Hay una mezquita gris de la que sale y entra un hormiguero de musulmanes, tenderetes de frutos secos, ocas y chilabas, música pop turca y cánticos religiosos, en una atmósfera que huele a especias y animales. Es la desolación materializada en paisaje.



Aparte de los controles de pasaportes, el viaje desde Diyarbakir es relativamente cómodo, aunque no puedo ver nada a través de la ventanilla. La noche se ha comido montañas, campos y ciudades, y el Kurdistán pasa a mi lado de incógnito. Llego a Van a las dos de la mañana sin conocer la ciudad y por supuesto sin lugar donde quedarme, pero encuentro rápidamente una habitación en un hotel antiguo. 

Ya estoy instalado y me preparo para acostarme cuando suena el teléfono, y una voz imperativa me dice algo en turco. Temiendo una encerrona de alguna mafia local o incluso un secuestro, bajo al vestíbulo, dispuesto a enfrentarme de cara a lo que venga, pero no a esperar en la madriguera. Encuentro en la recepción a tres hombres jóvenes que sonríen, y uno de ellos, de ojos entre azules y verdes y una perilla medio negra y medio pelirroja se lleva la mano al corazón. 



- Friend - dice, sonriendo y golpeándose el pecho- Aziz, friend Bilal.


Aziz, Ibrahim y Ahmed


No puedo creerlo. ¡Bilal ha contactado con conocidos suyos en Van para que me reciban! Aziz, el kurdo de ojos claros, quiere que deje el hotel y me vaya a su casa, pero consigo convencerle de que no es necesario y quedo con él para el día siguiente, valiéndome de la mímica, porque la única palabra que sabe en inglés es precisamente la primera que ha dicho.

Aquella noche, antes de caer destrozado en una cama dura y austera, me vienen a la mente los grandes viajeros de la Historia, hombres que atravesaron tierras extrañas y hostiles arriesgando sus vidas sin comprender una sola palabra de lo que decían sus habitantes. Ellos son el ejemplo de que el lenguaje es tan sólo una barrera mínima cuando hay disposición o necesidad de entenderse. 

Apenas he dormido unas horas cuando suena la primera llamada a la oración y, después de desayunar un café turco con pan, queso feta y aceitunas, bajo a recepción a la hora convenida, y allí encuentro a Aziz. Mi nuevo amigo, universitario, me lleva a su piso, que comparte con cuatro estudiantes más, pero antes me ofrece un pequeño paseo por Van. 

Caminamos por la vía principal, donde se amontonan todo tipo de tenderetes de frutas, legumbres, hortalizas, dulces y baratijas diversas. Un puñado de coches circula a duras penas entre personas y puestos, dejando un denso olor a gasóleo y levantando pequeñas nubes de arena. La ciudad entera es el mercado, un mercado extraño y fascinante, en el que se venden cientos de cosas que desconozco.

Zumo de remolacha púrpura y agrio, pequeños bidones de encurtidos que impregnan con su olor penetrante las calles de arena, ovejas muertas expuestas al sol, cereales, altramuces, habichuelas, aceitunas, almendras, pistachos, queso fresco, dulces variados, hechos con miel, sin leche ni azúcar, y todo ello entremezclado con especias traídas de más allá de las montañas, de Irán, de India, de China... Creo haber atravesado un túnel del tiempo, y haber regresado a la Edad dorada de la Ruta de la Seda.

Pienso en lo soberbios que somos en Europa. Creemos conocer el mundo a través de la televisión y el cine, esos pequeños ventanucos mágicos que nos abren la puerta de todas las culturas. Qué ignorantes, qué ignorantes y estúpidos somos. La pantalla sólo es una ventana minúscula que deforma lo real. Borges escribió un cuento sobre el Aleph, un punto a través del cual podía verse todo el universo, y en Occidente nos hemos creído que la pantalla es el Aleph, un Aleph que nos permite llegar a aquellos pueblos lejanos con tan sólo apretar un botón.

En el Kurdistán me doy cuenta de, en efecto, la televisión es el Aleph, pero un Aleph falso, manipulador, que no deja pasar los olores, el aire, los verdaderos sonidos. Sobre todo los olores, que componen el aire que respiramos, el aire distinto que nos hace distintos. En Europa nos creemos que dominamos el mundo, que lo conocemos. No conocemos nada.

Entramos en una tetería de cuatro paredes blancas y pedimos té de limón. Un hombre con una jarra de líquido hirviente rellena las tazas de los kurdos hacinados en las mesas, que nos lanzan miradas que no sé interpretar, pero que me hacen sentir incómodo, y apuro el té abrasándome el paladar y la garganta. Regresamos a la calle con el estómago ardiendo y bebemos un vaso de ayram. Es un mundo de sensaciones nuevas e intensas, que apenas tengo tiempo de asimilar.

Al principio todos los habitantes de Van me resultan muy parecidos, pero poco a poco voy aprendiendo a distinguir personas entre la multitud. Un anciano árabe que lleva a hombros a su hijo inválido. Una mujer con los ojos esmeralda centelleando tras la túnica negra. Un joven con un mono pequeño atado a una correa. Un viejo de barbas bíblicas, sin una pierna, apoyado en un cayado de madera.

La gente va vestida de forma parecida a Diyarbakir y, aunque se nota que Van está aún más lejos de Europa, los jóvenes se visten al estilo europeo, con pantalones vaqueros y camisas a cuadros. Los mayores calzan sandalias cerradas y llevan chilabas y turbantes, con barbas castañas, negras y grises cayendo en cascada sobre sus pechos. Algunas mujeres van cubiertas de negro de pies a cabeza, con sólo una pequeña abertura a la altura de los ojos. Otras, en cambio, visten túnicas de colores y se adornan con collares y pulseras. La ropa ha cambiado de una generación a otra, pero la cultura occidental aún no ha invadido aquella región. 

Caminamos por callejuelas de tierra apelmazada, calles en las que el alquitrán escasea, callejones salpicados de agua y barro. El aire baja virgen de las montañas, y es conquistado con rapidez por el aroma de las especias, por cientos de olores dulces y amargos que emanan de los tenderetes expuestos en las calles. Intento moverme muy despacio, explorando cada detalle y cada persona, cada rostro, cada cabello que asoma entre los pañuelos, cada mirada huidiza que me devuelven los más jóvenes. Muchos habitantes de Van tienen rasgos árabes, pero también distingo ojos verdes y azules, y personas de cabellos claros que parecen salidas del Norte de Europa.

Al entrar en casa de Aziz me descalzo, dejando los zapatos al lado de un bidón de plástico lleno de encurtidos en vinagre -aceitunas, pepinillos, cebolletas-, junto un saco de frutos secos. Me sientan en un pequeño salón, con un sofá, una televisión y dos fotografías en la pared, una de un pastor sumergido en un mar de lana blanca y encrespada de enormes ovejas sin esquilar, y otra de una fortaleza antigua, semiderruida, colgada en lo alto de una montaña.

- Alamut -me dice Aziz. Alamut. La fortaleza de Hassan ibn Sabbah, el Viejo de la Montaña, el hombre que utilizó por primera vez asesinos suicidas.

Hassan Sabbah, el señor de Alamut, perteneció a la secta de los ismaelitas, y su historia ha sido tratada en dos magníficos libros, Samarcanda, del libanés Amin Malouf, y Alamut, del esloveno Vladimir Bartol. 

Según Malouf, Hassan Sabbah habría sido contemporáneo y amigo de juventud del gran poeta persa Omar Jayyam, autor de uno de las creaciones más hermosas de la literatura oriental, las Rubbaiyat, versos agrupados en cuartetas sueltas que cantan al amor, al vino y a la divinidad.

En su madurez, Sabbah, ambicioso y decepcionado por lo que veía en Persia, se retiró a la montaña, convirtiéndose en líder de la secta de los ismaelitas y atrincherándose en el castillo de Alamut, donde, según una leyenda que tiene su origen en las narraciones del mismísimo Marco Polo, creó un ejército temible con un arma letal: los hashshasin, palabra que luego fue derivando hasta transformarse en “asesinos”. Sabbah proporcionaba a un grupo reducido de fieles abundantes cantidades de hachís, mujeres y lujo, para hacerles creer que a su lado se encontraban en el paraíso. Cuando quería que sus fedayines (guerreros) ejecutasen un asesinato político, Sabbah les privaba de la droga y les enviaba a buscar a su víctima con la promesa de que si la mataban se les abrirían de nuevo las puertas del Edén. De ese modo asesinó a varios notables de la época, infundiendo un auténtico terror entre ellos, y consiguió que su nombre pasara a la Historia.

Vladimir Bartol profundiza más en la personalidad de Sabbah. Según el esloveno, pese a su supuesta religiosidad, el Viejo de la Montaña no creía en ningún tipo de Dios. En las últimas páginas de Alamut, una de las joyas de la literatura universal, Sabbah afirma que existen dos clases de hombres, unos que son sometidos en nombre de la religión y otros, superiores, que han entendido que ésta sólo es un instrumento para dominar a los débiles, y que saben que lo único realmente importante es el poder en sí mismo.

Bartol, contemporáneo de Hitler o Stalin, utilizó a Sabbah para hacer una metáfora de los dictadores en general, un libro que refleja la naturaleza de los regímenes autoritarios, que crean leyendas para el pueblo desde las cuales se pueda justificar el poder del tirano. En ambos casos, gracias a Malouf y Bartol, el personaje histórico de Sabbah ha sido elevado a la categoría de leyenda gracias a la literatura, del mismo modo que Drácula, el personaje de Bram Stoker, llevó a la inmortalidad al Príncipe de Valaquia, Vlad el Empalador. En ambos casos, la Historia, la leyenda y la literatura se entremezclaron hasta tal punto que hicieron muy difícil distinguir los límites entre ellas. algo que, por otra parte, hace pensar en la fragilidad de la Historia. 

En la escuela, nos enseñan la Historia como un dogma de fe, pero la vida nos va enseñando paso a paso su fragilidad. Es siempre una investigación incompleta en la que los historiadores carecen de muchas de las claves necesarias para interpretar los acontecimientos. Los historiadores, esos héroes anónimos encerrados entre legajos y viejos manuscritos, son los verdaderos aventureros, que se atreven a adentrarse en la tenebrosa cueva del pasado con tan sólo una pequeña antorcha en las manos, y también son los primeros que nos enseñan siempre a mantener la duda y el escepticismo cuando nos hablan de Historia. 

Después de un rato de conversación casi imposible a base de sonrisas y mímica, Aziz, el kurdo de ojos claros, se toca la cabeza con el índice: ha tenido una idea. Se marcha de casa y regresa a los pocos minutos con un diccionario de turco a inglés, y, palabra a palabra, va mejorando nuestro nivel de entendimiento. Poco a poco van sumándose a la reunión los amigos de Aziz, también estudiantes, Mehmet, Salam, Ahmed, Ibrahim y otros de los que no soy capaz de aprender los nombres. Las risas son cada vez más abundantes, la confianza mutua crece en terreno fértil.

Me colocan un pañuelo palestino en la cabeza, al estilo de Yasir Arafat, y me dicen que les resulto extraño pero atractivo. “Carismático”, repiten varias veces. Un amigo de Aziz recuerda que conoce a una chica que habla inglés, y se marcha a buscarla, mientras seguimos enfrascados en aquella difícil conversación, agotados pero sin rendirnos ni dejar de comunicarnos. Preguntan por qué he llegado hasta allí, y al hablarles de Yaşer Kemal ponen cara de no haber leído ningún libro suyo; me hablan de su forma de vivir, me preguntan por mi vida cotidiana en España y me enseñan algunas palabras en kurdo, y todo esto sin tener un idioma común. Ya hemos conseguido un canal primitivo de comunicación cuando aparece Dicle. 

Dicle es el nombre kurdo del río Tigris, que, junto al Éufrates, atraviesa Mesopotamia, considerada la cuna de la civilización. A orillas del Tigris se encuentran, además de Diyarbakir, ciudades míticas como Bagdad o Nínive, que vivieron épocas de esplendor cuando en Europa apenas había chozas de paja, adobe y piedra. 

Dicle, la kurda con nombre de río, enamora desde la primera palabra. Después de la conversación con Aziz y sus amigos, el dulce inglés de la recién llegada me da alas, como si hubiese pasado horas bajo el agua y de repente hubiese salido a la superficie a respirar.

Dicle, que tendrá unos veinte años, no está moldeada según los cánones de belleza occidental, que buscan la armonía de unos rasgos afilados y perfectos, pero es una niña adulta a punto de florecer y convertirse en una mujer hermosa. Todo en ella es suave, armónico, pausado y a la vez firme, empezando por su voz, que deja caer las palabras al aire como si hablase en una oración, siguiendo por la delicadeza de su piel pálida y su pelo recogido, su timidez a la hora de mirarnos con los ojos azules entrecerrados, la forma exquisita de moverse entre la algarabía de sus compañeros y, sobre todo, su manera de sonrojarse cuando la doy dos besos. 

Mehmet, uno de los amigos de Aziz, está perdidamente enamorado de ella, algo que los demás aprovechan para hacerle bromas. Admirado por el atractivo de Dicle, encuentro muy lógico el amor de Mehmet, que le lanza constantemente miradas furtivas a la espera de ser correspondido. La kurda no parece hacerle caso, ni a él ni a ninguno de sus amigos, tal vez por desinterés o tal vez porque su cultura y su condición de mujer impiden cualquier manifestación explícita de los sentimientos.

No llego a saberlo, pero sí constato que, en aquel ambiente de excitación y carcajadas en el que me han envuelto los estudiantes kurdos, Dicle se comporta con la elegancia de una princesa discreta y humilde. Al introducirme en el grupo, también descubro con más fuerza la práctica de otro lenguaje que ya había advertido en Diyarbakir, un lenguaje hecho de contacto físico sólo entre hombres. Tanto Bilal como Aziz y sus amigos me abrazan con fuerza y caminan a mi lado enlazados por el brazo, buscando siempre el choque, la expresión del cariño mediante el roce, y lo advierto porque a Dicle no la toca nadie. 

Guiados por Dicle, atravesamos de nuevo las calles de Van para llegar a una plaza rebosante de gente que sale de una mezquita. Decenas de personas discuten y regatean en los puestos del mercado, mientras los comerciantes vocean las excelencias de sus mercancías. Mujeres, niños y viejos curiosean en los puestos de golosinas, frutos secos y dátiles, y hay decenas de sacos de lentejas y maíz apilados en la calle.

Un hormigueo incesante de mendigos, lisiados, religiosos y funcionarios con trajes antiguos circula sin prisa por la plaza, que hace las veces de estación de buses-furgoneta en la que los conductores informan a gritos de sus destinos, probablemente porque muchos de sus viajeros no saben leer. En medio de aquel caos, Aziz nos empuja dentro de una furgoneta, en la que nos hacinamos no menos de quince personas, entre ellas mis amigos kurdos, y que no arranca hasta que no se ha llenado por completo, con la misma lógica que describe Kapuscinski al hablar de África, que implica un soberbio y magnífico desprecio del tiempo.

Una vez en marcha, nuestro transporte bordea el lago de Van siguiendo una carretera pésimamente asfaltada entre el agua y las montañas hermanas del Ararat, y contemplamos a nuestra derecha la superficie de aquel pequeño mar en la que, como un espejo ondulado, se mecen las cordilleras que lo rodean. El viento agita con suavidad la piel del lago, haciendo planear en círculos a cientos de aves que lo sobrevuelan, como sacerdotes alados que lo estuviesen vigilando para que nadie caiga en la tentación de profanarlo. 

Hay un sol frío, y una corriente de aire helado baja desde las montañas. La luz se zambulle en el agua tranquila, deshaciéndose en millones de puntos que, jugueteando, vuelven a reunirse para formar imágenes de colores, como cristales diminutos tallados por un orfebre sobrenatural. En mi mente, una mente occidental, todos los lagos están rodeados por praderas verdes y la mayoría, flanqueados por legiones de árboles.

Sin embargo, la tierra que rodea al mar de Van es árida y seca, con sólo unas cuantas briznas de hierba luchando por sobrevivir en el terreno duro y pedregoso. En algunos tramos de orilla, hileras de árboles escuálidos forman en filas, como tristes y heroicos supervivientes de un ejército derrotado. Muchas veces, los lagos nos dan la impresión de ser pequeñas compañías de soldados del Mar a los que la Tierra ha hecho prisioneros, confinándolos entre montañas. Pero Van no parece derrotado, sino un mar desafiante, que intimida a las cordilleras que lo rodean. 

Al bajar de la furgoneta, damos nuestros primeros pasos en otro de los paisajes que pueden pertenecer a todos los lugares del mundo y a la vez a ninguno. Pasamos al lado de una cabaña diminuta de metal y madera que apenas se sostiene en pie, cruzándonos con un pequeño rebaño de ocas desorientadas que vaga sin rumbo, y un perro demacrado que se esfuerza en recibirnos con ladridos lacónicos, saltando a nuestro lado hasta que termina por aburrirse. Desde la carretera al lago, caminando entre restos de chatarra, atravesamos un pasadizo de árboles que el viento inclina como forzándoles a hacernos una reverencia... hasta que un relámpago blanco surge de entre los árboles, deteniéndose a un metro de nosotros para observarnos. Tiene un ojo azul y otro ámbar. 

Es un gato completamente albino, con la piel fina, lisa, sin una mancha, y los ojos bicolores y brillantes como llamas. Fascinado ante aquella belleza salvaje, comprendo por qué existieron culturas como la egipcia, que veneraban a los gatos como divinidades. El felino, observándonos desafiante, se arquea y después parece relajarse, mientras otro gato idéntico se suma a él para cerrarnos el camino, como guardianes del templo de un dios antiguo. Midiendo cada paso en un extraño baile, los dos vigilantes van rodeándonos, entre despectivos y curiosos, y después se giran como si fuesen uno solo, sin dignarse a mirar atrás, desapareciendo tan misteriosamente como han aparecido.

- Son gatos de Van -explica Dicle - Son una especie única en el mundo, y todos tienen un ojo de cada color. Nadie sabe por qué. 

Un golpe de viento repentino sacude los árboles, haciéndolos crujir, y escucho un rumor de ramas quebradas acercándose. Cuando aquel hombre surge de la nada, creo que una máquina del tiempo nos ha llevado a la época del Antiguo Testamento.

La aparición viste una chilaba gris y blanca, con haces de canas desperdigados por la barba y el cabello, y se apoya en un largo cayado. Erguido ante nosotros, más alto que ninguno, es muy delgado y enjuto, con los pómulos muy marcados sobre el inicio de la mandíbula.

Sus ojos, en los que arde un fuego antiguo, tienen una expresión indescifrable, y su rostro, duro y liso como la piedra, es el de una esfinge. En la mano libre sostiene al mayor de los dos gatos de Van, que sin duda han ido a prevenirle de nuestra llegada. Es la viva imagen de un pastor de la Antigua Mesopotamia. O de un profeta.

El susurro de Dicle me sobresalta.

- Es el barquero de Akdamar -dice - Él nos llevará a la isla.


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