Ciudad del Cabo, las townships y el apartheid inacabado


África es una tierra fascinante y terrible a la vez, en la que conviven el horror y la hermosura extrema con el corazón de las tinieblas. Dentro del continente negro, Sudáfrica es un ejemplo de miedo y belleza.


En 2008, 14 años después del Premio Nobel a Mandela y De Klerk, queda mucho por hacer. Es cierto que ahora los negros y los mestizos no van a la cárcel por relacionarse con blancos.Sin embargo, el mestizaje queda muy lejos, y el apartheid económico (con pequeñas excepciones, la riqueza sigue siendo de los blancos) parece lejos de acabar.

El apartheid ha terminado, y Occidente respira tranquilo. Ahora los negros, indios y otras razas menores pueden hablar con los blancos sin ir a la cárcel. También pueden moverse por donde quieran, comprar, vender, comer en sus mismos restaurantes, entrar en sus mismos servicios, transportes...las leyes sudafricanas han abierto el camino de la igualdad… pero la igualdad no es de papel, y Sudáfrica aún no ha terminado con los ghettos, los espacios para blancos y los espacios para negros, ni los espacios físicos ni los espacios sociales. 

Viajo a Stellenbosch en tren desde Ciudad del Cabo. Stellenbosch es una hermosa ciudad bóer -los descendientes de los holandeses blancos que buscaron la tierra prometida en Sudáfrica- que el tiempo ha respetado, el corazón de una comarca vinícola que surgió de las cepas de vid que cien hugonotes franceses trajeron en baúles desde el Viejo Continente. 

Al regresar a Ciudad del Cabo, mientras atardece, entro en un vagón, me siento y, al mirar a mi alrededor, constato que soy el único blanco en un tren lleno de negros. Todos me miran. Trato de pensar que no pasa nada. Trato de utilizar la lógica. No me van a hacer nada. No por ser negros son criminales. No me van a robar, no me van a atacar, nada. 

Recientemente he viajado por la costa del Mar Báltico, donde también era el único extranjero en el tren. Los polacos que viajaban conmigo solían ser trabajadores de astilleros o del puerto de Gdynia, y me miraban fijamente, con curiosidad, al percatarse de que era extranjero. Me divertía. Cuando lo hacían, sonreía, y no me ponía nervioso nunca, ni pensaba que pudiesen atacarme. Entonces, ¿por qué sí estoy nervioso en el tren a Ciudad del Cabo? Nunca me he considerado racista. ¿Lo soy? ¿Por qué soy incapaz de controlar mis emociones? 

Por supuesto, llego a Ciudad del Cabo sin que ocurra nada. 

Al día siguiente, camino por el museo del sexto distrito, un barrio cuyos habitantes de color fueron desplazados fuera de la ciudad, y escucho las explicaciones de un guía para cuatro mujeres blancas, norteamericanas. El guía me pregunta si quiero unirme al grupo, y me explica que tenía previsto ir a los townships, los ghettos de mestizos y negros. 

En el interior de las Townships
Siempre he desconfiado del turismo de la pobreza, y recelo del morbo que produce la miseria. Pero algo en ese guía mestizo me llama la atención. Después comprendo el qué. Mientras visitamos los townships, Andy explica la estructura de segregación sudafricana sin insultar a la raza blanca ni caer en el victimismo, como si fuese un desastre natural, inevitable. 

El ghetto mestizo
Visitamos casas, bares y guarderías, y Andy nos lo explica todo de tal manera que en ningún momento hace perder la dignidad de quienes son visitados, y cuya pobreza (a veces miseria) expone frente a nosotros. Visitamos el ghetto mestizo, y entramos en una escuela para huérfanos, donde los niños nos reciben cantando el himno del Liverpool, You´ll never walk alone, (nunca caminarás solo) haciéndome sentir un violento escalofrío. Uno de los niños se abraza a mis piernas, y consigue que le lleve en brazos durante toda la visita. Al marcharme, consternado, dejo un pedazo de corazón en aquella escuela.

You´ll never walk alone
Mientras caminamos, cuento al guía lo sucedido el día anterior en el tren de Stellenbosch.

-¿Sabes lo que estaban pensando? -me dice- Dos cosas. Una, qué hace un blanco en el tren, porque el tren no es lugar para blancos. Dos, si es blanco y no es sudafricano, es un turista. ¿De qué país será? Tal vez sea la primera vez que algunos de los viajeros, especialmente los niños, ven blancos a poca distancia. Normalmente, los chicos hacen vida de ghetto, porque allí es donde tienen su casa y su escuela, y no tienen necesidad de ir donde vive el hombre blanco. Es más - termina- puedes haber sido objeto de alguna conversación de ayer por la noche. ¿Sabes, mamá? Hoy había un blanco en el tren. 

En el ghetto negro, en el que ya se huele ese aroma agrio que tiene la miseria, entramos en la chabola de un brujo vestido con pieles, rodeado por amuletos de animales muertos, con una fila de gente en la entrada que espera ser atendida.

Brujo en el ghetto negro

Después, nos sentamos en un bar ilegal en el que la dueña, que fuma en pipa, sirve cerveza que ella misma ha fabricado, y que tiene un extraño sabor a tierra.

Finalmente, Andy nos lleva a lo que llama el mundo de “los pobres entre los pobres” enseñándonos que, incluso en la miseria, aún hay grados. 

Es un poblado de casas de chapa, sin ninguna condición que las haga habitables para seres humanos, en un paisaje pre-medieval y doloroso, junto a la autopista que conecta el aeropuerto con el centro de la ciudad. En él viven inmigrantes de Mozambique, Zimbabwe y otros países de África del Sur, además de criminales que se ocultan allí porque la policía se niega a entrar. Todos se hacinan en aquella Corte de los Milagros para los más miserables de la tierra. 

El día que abandono Sudáfrica, el periódico del avión explica que los negros sudafricanos están matando a estos inmigrantes y quemando sus casas, pese a las protestas estériles de Nelson Mandela y Desmond Tutu, obligándolos a marcharse para que no les quiten el trabajo, las migajas de un país con extraordinarios recursos naturales. 

Esa es África, la tierra de los desheredados, hermosa, descomunal y terrible. 

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