Hijos del terror (Oświęcim)



Al Sur de Polonia, cerca de la hermosa ciudad de Cracovia y no lejos de la frontera con la República Checa, se encuentra uno de los lugares más terribles de la Tierra. Es un pueblo llamado Oświęcim, al que todo el mundo conoce por su nombre alemán: Auschwitz.

Oświęcim es una pequeña ciudad zarandeada por la Historia desde su fundación en el siglo XII, víctima constante en los repartos de fronteras habituales en Europa Central, sobre la que ha caído la maldición eterna de convertirse en una de las sedes mundiales del horror.

Hay varias formas de llegar a Oświęcim y al campo de concentración de Auschwitz, pero la más impactante es hacerlo en tren. Así lo hicieron los millones de judíos, gitanos y otras minorías que viajaron desde distintos rincones de Europa hasta aquel rincón polaco para terminar muriendo en las cámaras de gas. Es el año 2001, de infausto recuerdo por el 11-S, y decido visitar Auschwitz.




Un sábado, antes de que suenen las cinco de la mañana en la catedral de Cracovia, entro en la estación de tren. Muchos trenes polacos parten de madrugada, tal vez porque durante el verano amanece muy pronto, y cuando llego las taquillas ya están abiertas. 

Después de comprar el billete, me siento en la cafetería de la estación a esperar a la salida del tren en un entorno tétrico, que acompaña perfectamente a la meteorología de ese día gris y lluvioso en el que voy a descubrir Auschwitz. En la cafetería, varios borrachos duermen la mona sobre las mesas, mientras una bandada de palomas tiñosas, azules y grises, caminan entre las sillas y picotean las migas junto a sus cabezas, sin inmutarse lo más mínimo por la presencia humana. No puedo terminar el café que pedí, preparado al modo turco (en el que el polvo de café llena el vaso hasta la mitad) y, después de una hora de espera en la lúgubre estación, el tren me parece un paraíso. 



No lo es. Avanza a paso de tortuga, entre frenazos y arrancadas, y un trayecto que en teoría es corto comienza a hacerse interminable. Una profunda melancolía parece invadirlo todo: los vagones, el paisaje que vamos dejando atrás y también los polacos que viajan conmigo en aquel tren, en el que soy el único extranjero. Mis compañeros de viaje, serios pero amables, todos con los ojos azules, la tez rosácea y las mejillas coloradas, me ayudan a bajarme en la estación adecuada. 



Nadie más se apea conmigo, como si el pueblo estuviese maldito, y el tren se marcha, dejándome solo, en tierra de nadie, sin un mapa ni una indicación, y sin entender una palabra de polaco. Sé que he llegado al lugar adecuado por el cartel de la estación, Oświęcim, pero ese pueblo no se diferencia en nada de los demás que el tren ha dejado atrás. Casas bajas, unifamiliares, de hormigón y madera, con tejados inclinados para dejar caer la nieve, descoloridas, con pequeños jardines adyacentes, y la torre de alguna iglesia que se destaca sobre las demás construcciones. Ni luces, ni colores, ni tiendas. 



Pienso en los prisioneros que viajaron a Auschwitz sesenta años antes, en trenes sin ventilación ni comida ni agua, a veces muertos de calor y a veces de frío, y pasaron junto a aquel mismo pueblo, tal vez muy parecido al que estoy contemplando, salvo por el asfaltado de las calles y porque las casas probablemente serían de madera en lugar de hormigón. 

Después de preguntar a una anciana, comienzo a atravesar Oświęcim en dirección al campo de concentración. A las nueve de la mañana, el pueblo es un pantano de tristeza, en el que parece estar prohibido reírse, como si al hacerlo se estuviese faltando el respeto a la memoria de los muertos. Andando entre casas grises, me cruzo con ancianos de mirada baja, mujeres con pañuelos en las cabezas y hombres con sombrero que caminan encorvados, sin prisa, sin ningún destino aparente. Oświęcim parece una ciudad de espíritus. 



En una de las calles que atravieso, un kiosko comunista -barracones metálicos verdes que brotan de las aceras y en los que puede encontrarse de todo, desde champú hasta cigarrillos- abre su pequeña ventana al mundo. A la puerta de otra tienda, que sólo tiene un par de repollos y un puñado de nabos en el desolado escaparate, se ha formado una cola de ancianos. Pese a la escasez, afortunadamente para los polacos, su arcaica tradición agrícola mitigó el hambre durante la época comunista. Los polacos son un pueblo de agricultores (“Pole” significa campo) y todos tenían un pequeño jardín en el que cultivaban comida, que les ayudaba a subsistir. Oświęcim también es un pueblo de agricultores, pero un pueblo especial sobre el que pesaba una maldición de la que jamás podría librarse: el campo de concentración. 


En el año en el que viajo para descubrirlo, cincuenta y seis después de que los soviéticos entrasen en Auschwitz para descubrir el horror con mayúsculas, algunos supervivientes del Holocausto todavía siguen viviendo en el pueblo.

El Ejército Rojo entró en Auschwitz filmando todo lo que encontraba a su paso, dejando para la posteridad imágenes de zanjas llenas de muertos en posición fetal, y supervivientes que parecían espectros, deambulando entre los barracones, con las costillas a flor de piel. Entre los espectros había niños que, al ser preguntados por su nombre, respondían con el número que se les había asignado al llegar al campo de concentración, un número que llevaban grabado en la piel. Muchos de aquellos niños no tenían padres ni nadie que respondiese por ellos, y varias familias de Oświęcim decidieron adoptar a algunos. 

Tal vez uno de esos ancianos que caminan con paso cansino hacia la tienda o el kiosko bajo la lluvia fina y fría de mayo es alguno de los niños de Auschwitz. Me entran escalofríos al pensar en aquellos niños que han pasado la vida junto al campo de concentración en el que fueron testigos del horror extremo, un lugar convertido ahora en una atracción para viajeros de todo el mundo.

Mientras miles de personas llegan cada año a Oświęcim, ellos continuaban su existencia silenciosa, con los números todavía marcados en la piel, ajenos al curso de la Historia, aunque hayan sido protagonistas anónimos del símbolo de uno de los peores episodios de la naturaleza humana, el Holocausto. Termino de atravesar Oświęcim con una sensación de frío en el alma, y llego a las puertas del campo de concentración con el ánimo destrozado. Y comprendo que, con todo, lo peor de Oświęcim es que no he visto jóvenes ni niños. Sólo ancianos.

La visita a Auschwitz es una experiencia terrible. Un guía me conduce a través de barracones de ladrillo en los que esconde el horror y, con la frialdad de la rutina, narra episodios espeluznantes. En uno de los primeros barracones se exponen las fotos de algunos muertos, hombres y mujeres anónimos con la tez blanca como la cal, demacrados, con el pelo cortado al cero y, lo más terrible, con la mirada perdida y sin esperanza, seguros de que aquella fotografía será su último legado para la posteridad. En otros barracones, mucho más sobrecogedores, se expone el contenido del último Canadá. En el imaginario de la II Guerra Mundial, Canadá representaba la riqueza, un lugar mágico y próspero. Cuando los prisioneros llegaban a Auschwitz, eran despojados de todos los objetos de valor que poseían, con la excusa de que más tarde les serían devueltos, y el botín obtenido por los nazis se amontonaba en depósitos llamados Canadá hasta que era enviado a Alemania. 

Cuando los soviéticos entraron en Auschwitz, encontraron un depósito, el último, que los nazis no habían tenido tiempo de llevarse, y decidieron conservarlo. Hoy está expuesto en el museo del campo de concentración. Hay barracones con vitrinas en las que se amontonan zapatos de hombres, mujeres y niños, y otros en los que centenares de maletas esperan en vano que sus dueños, cuyos nombres están pintados en ellas, regresen a recuperarlas. Hay otras vitrinas escalofriantes que contienen matas de pelo humano, gafas, peines e incluso dientes. Los nazis lo aprovechaban todo.

Las visitas a Auschwitz se hacen en grupo, y suele haber algún judío entre los visitantes. Hay un muro en el que fusilaban a los prisioneros, junto al cual algunos peregrinos -peregrinos del horror- se arrodillan. Y una celda en la que los nazis introducían a tantos prisioneros que al día siguiente los encontraban muertos por asfixia. Y eso es sólo en el campo principal, Auschwitz I, cuyo pórtico de entrada tiene grabada en letras de hierro una de las frases más crueles del siglo XX: Arbeit Macht Frei, el trabajo os hará libres.

Después de Auschwitz I, un autobús lleva a los visitantes a Auschwitz II-Birkenau, el campo de concentración que construyeron cuando el primero se les quedó pequeño. Es una explanada enorme, en la que las vías del tren pasan por debajo de una torre de vigilancia hasta llegar al mismo centro del campo, plagado de barracones muchísimo peores que los de Auschwitz I. Al final del campo, semi-escondidas entre unos árboles, están las cámaras de gas y las incineradoras, destino final de la mayoría de los prisioneros.

En la primera época de la guerra, los nazis sólo mataban a aquellos prisioneros que enfermaban o no eran productivos. Sin embargo, según pasaban los años, el número de prisioneros se iba multiplicando, y llegó un momento en el que los guardianes decidían deshacerse de ellos según llegaban, muchas veces de forma aleatoria. Por ejemplo, los que bajaban del tren por el lado izquierdo eran ejecutados de forma inmediata, y los que lo hacían por el derecho salvaban la vida. Auschwitz tiene tantas historias de crueldad como prisioneros, historias que parecen haber permanecido en el campo, atrapadas, como un eco que todavía resuena. Después de enseñarnos los barracones en los que se hacinaban los prisioneros, las cámaras de gas y las incineradoras donde se quemaban los cadáveres, el guía nos deja que paseemos por el campo. 

Una familia judía, compuesta por tres hermanos -dos mujeres y un hombre- que pasan de los cincuenta años, se dirige a las cámaras de gas para rezar por los muertos, mientras los demás vagamos sin rumbo entre los barracones. Siento una opresión en el pecho, una angustia de la que no puedo escabullirme, como si el dolor y el sufrimiento de los miles de personas que llegaron a Birkenau hubiese quedado atrapado en el aire, entre los barracones y los árboles.


Subo a la torre de vigilancia en busca de aire y, desde allí, contemplo todo el campo de concentración, y mi angustia crece en lugar de disminuir. El lugar está maldito, y tiene una huella tan indeleble del horror que por mucho tiempo que pase, nadie podría borrar el dolor, el miedo y la crueldad que ha presenciado. Llegan nuevas nubes, el cielo se oscurece, y se levanta un poco de viento. La hierba y los árboles empiezan a moverse con la brisa y, por un momento, parece que el campo vuelve a ponerse en funcionamiento. 

Pienso en los niños huérfanos de Auschwitz, convertidos en los ancianos de Oświęcim, memoria viva de lo ocurrido. Intento convencerme de que aquel viento ayudará a llevarse las cenizas de los prisioneros incinerados, que han servido como abono para los árboles que crecen al final de Birkenau.

Pero sé que me estoy engañando, porque ningún viento conseguirá llevarse el horror.




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