Las sirenas del Titicaca

No es fácil encontrar una imagen tan hermosa como la del Titicaca y los Andes nevados fundiéndose en el horizonte.

El niño de la fotografía se llama Marco, y está sentado en el embarcadero de Suriqui, una de las islas habitadas de la parte boliviana del Titicaca. Ese embarcadero, puerta de Suriqui al mundo, está lleno de vida. 

En el rato que paso contemplando extasiado el lago-mar, las mujeres de la isla aprovechan para lavar la ropa y, como salida de la pluma de un García Márquez aymara, un barco con orquesta atraca en el muelle para que Nora y Juan Carlos se dirijan a la ceremonia de su boda.

Boda en Suriqui

En Suriqui, menos conocida que las islas del sol y la luna, también hay un tesoro inca, que Yori me descubre. Yori tiene diez años, le gustan las matemáticas, lleva una camiseta del Chelsea y contempló con tristeza como Argentina perdía la final del Mundial de Brasil. 

Yori en las ruinas incas

Las ruinas incas forman parte de una fortaleza que asciende colina arriba -me pregunto de dónde habrán sacado estas enormes piedras talladas- y culmina en un observatorio privilegiado, que permitía a los vigías controlar gran parte del lago, desde las faldas del macizo andino del Huayna hasta las lejanas montañas de lo que hoy es Perú. 

Al fondo, las montañas de Perú

Comunidad de Suriqui. Al fondo, los Andes bolivianos

El lago es un animal inmenso e impredecible, y también el lugar en el que, según las creencias incas, comenzó su imperio por designio divino. Y en verdad hay en él algo místico que embruja al navegante que, cual Ulises andino, se siente hechizado por sus aguas. Desde el fondo del lago, las sirenas del Titicaca cantan y susurran al viajero, advirtiéndole de que, tarde o temprano, tendrá que regresar para unirse a ellas. 

Suriqui y el lago