Vampiros de perros famélicos vagan por una calle sucia, gris y llena de charcos, y rodean a un hombre que se les ha acercado demasiado. Los perros babean, tienen las bocas entreabiertas y la lengua colgando. Es Bucarest, año 2000.
Los perros-vampiro deambulan por las calles en bandadas, o se concentran en parques desnudos de hierba y recorren la ciudad sin rumbo fijo, en busca de comida, atacando de vez en cuando a los humanos y creando una imagen apocalíptica de Bucarest.
Los animales fueron abandonados por sus dueños cuando se vieron forzados a dejar las casas del centro que demolió Ceauşescu y mudarse a los barrios-colmena de las afueras. Muchos están enfermos, la mayoría de rabia, y son cazados como conejos por los vecinos de la ciudad, que se convierten en francotiradores improvisados. Tiempo después, probablemente por la actuación discreta del Gobierno, los perros han ido desapareciendo del paisaje de la capital.
Los animales fueron abandonados por sus dueños cuando se vieron forzados a dejar las casas del centro que demolió Ceauşescu y mudarse a los barrios-colmena de las afueras. Muchos están enfermos, la mayoría de rabia, y son cazados como conejos por los vecinos de la ciudad, que se convierten en francotiradores improvisados. Tiempo después, probablemente por la actuación discreta del Gobierno, los perros han ido desapareciendo del paisaje de la capital.
Bucarest es una ciudad irreal, similar a la imaginada por George Orwell en 1984. Quien viaje a Bucarest y haya leído el libro de Orwell, la novela en la que describe una civilización controlada por el Estado -a través del famoso Big Brother-, no puede evitar pensar que, o bien el escritor británico soñó con el Bucarest comunista para escribir la novela (a finales de los años cuarenta), o bien Ceauşescu, el mayor dictador rumano en varios siglos de Historia, se inspiró en su obra para diseñar la ciudad.
En los años setenta, Ceauşescu decidió que la idea de construir una sociedad socialista debía estar reflejada en el paisaje urbano, en una línea parecida a la iniciada por Jruschev con la construcción de los edificios-colmena. Actuando en consecuencia, el dictador demolió gran parte del casco viejo de Bucarest para reconstruirlo a su antojo con ministerios de dimensiones descomunales, avenidas faraónicas y, como toque maestro, alzándose sobre todas las demás construcciones, una monstruosa pesadilla, el segundo edificio público más grande del mundo después del Pentágono: la Casa del Pueblo.
Cuando viajo a Bucarest suelo visitar dos edificios del Ministerio de Finanzas, uno cercano a la calle Kiseleff y otro situado frente a la Casa de Pueblo, ejemplos ambos de la arquitectura comunista. El de la calle Kiseleff está diseñado de forma diabólica. Desde la entrada principal, tengo que subir a un ascensor que llega a la mitad de la altura del edificio, salir, girar a la izquierda, recorrer un pasillo sin indicaciones, abrir una puerta que parece una salida de incendios, subir por una escalera estrecha, con los cristales de las ventanas rotos y, más por intuición que por lógica, alcanzar el despacho de mi interlocutor. No hay indicaciones ni facilidades: al Estado comunista no le interesaba lo más mínimo que ninguno de sus habitantes hurgase en sus entrañas.
Esa endiablada lógica arquitectónica no se limitó al diseño de los edificios de la Administración. Cada vez que viajo a Bucarest, me alojo en hoteles mastodónticos y decrépitos, con habitaciones esquizofrénicas entre el lujo, la austeridad y el kitsch, hoteles en los que comparto desayuno -café aguado y bollería francesa, servidos por una tropa de camareros que dan cuenta de lo barata que es la mano de obra- con hombres de negocios solitarios y tristes, tiburones de un mercado incipiente que empieza a abrirse al mundo.
A finales del siglo XX, las calles de Bucarest están siempre llenas de charcos y baches. En las orillas de la calzada se ven ancianos llegados de las zonas rurales caminando descalzos por el mismo centro de la ciudad, esquivando a duras penas los coches, y Dacias estropeados que forman atascos monumentales. Pero lo más característico es el olor.
Un olor intensísimo a gasóleo que sale de los tubos de escape en forma de nubes negras que impregnan toda la atmósfera y ensucian los edificios grises, que suplican a gritos una mano de pintura. El gris fue el color por excelencia del comunismo. También, en menor medida, fueron colores comunistas el negro, el blanco y el marrón, pero el gris lo dominaba todo. Eran grises las calles y los pisos, y era gris la mayor parte de la ropa. El rojo se quedaba para las banderas, y los colores vivos eran una rara y sospechosa excepción. Era una maniobra más para hacer iguales a todas las personas, para que ninguna destacase sobre otra.
En Rumanía, el comunismo tuvo un nombre propio: Nicolae Ceauşescu, el Genio de los Cárpatos, o el Conducător, nombres por los que también era conocido. El recuerdo que dejará a la Historia no es el que él hubiese querido. Es una imagen borrosa muerto, tirado en el suelo después de ser ejecutado, con una chaqueta descolocada, la corbata roja arrugada, los ojos abiertos y una mancha de sangre en el suelo, junto a su cabeza.
Ceauşescu subió al poder en 1967, y durante 22 años mantuvo el país bajo uno de los yugos más duros de toda la Europa comunista. Zapatero de profesión, fue escalando hasta las más altas instancias del Partido Comunista rumano y, una vez en el poder, fue independizándose de Moscú, emprendiendo su propio camino y abandonando la tutela del Kremlin. Su principal obsesión era pagar la deuda externa del país, hacerlo independiente de todos los demás y, por ello, los años ochenta fueron terribles para los rumanos.
Dan, conductor y buscavidas, dos metros y ciento diez kilos, orgulloso padre de dos enormes gemelos, me habla con vehemencia de la época del Conducător.
- Decía que los rumanos estábamos muy gordos y que teníamos que comer menos, y nos racionaba la carne- Dan conduce su viejo Dacia entre el tráfico de Bucarest, mientras gesticula aparatosamente- No había ni azúcar, ni café ni arroz, y el pan y el petróleo eran carísimos. ¡Hasta conducir coches privados los fines de semana estaba limitado!
El tráfico en Bucarest es una jungla, y los atascos y los accidentes, una amenaza constante ante la que ningún rumano se acobarda.
- Y no sólo eso- dice Dan, conduciendo e insultando al mismo tiempo a todo conductor imprudente que osa cruzarse en nuestro camino- Además de no darnos nada para comer, nos obligaban a tener hijos. A todas las mujeres fértiles les hacían chequeos periódicos para comprobar que no estaban embarazadas y evitar que luego abortasen. El aborto y los preservativos eran ilegales. Y lo peor de todo era que la Securitate llegaba a ponerte micrófonos en tu casa para ver si utilizabas preservativos al acostarte con tu mujer ¡De locos!
La Securitate rumana fue la policía secreta más temida de todos los países de la región. La leyenda decía que sus miembros eran huérfanos que juraban servir a Ceauşescu hasta la muerte, y a los que el Dictador llamaba hijos (ellos le llamaban padre), aunque en algunas ocasiones él mismo hubiese sido responsable de la muerte de sus verdaderos padres biológicos. Según esa misma leyenda, desde las calles cercanas al edificio de la Securitate, hoy en ruinas, se oían los gritos de los torturados. La policía secreta tenía tantos confidentes que parecía que media Rumanía espiaba a la otra media, y nadie confiaba en nadie.
- Aquí- me señala Dan mientras pasamos por Calea Victoriei, junto al Ateneo- Aquí la Securitate disparó contra la gente cuando interrumpieron un discurso de Ceauşescu. El ejército no quiso intervenir cuando le mandaron atacar, y el dictador huyó en helicóptero. Pero sólo llegó hasta Târgovişte. Allí le juzgaron y le ejecutaron, a él y a su mujer. ¿Recuerda?
Yo era muy joven cuando ocurrió, pero sí recuerdo la imagen de Ceauşescu muerto. Fue en la Navidad de 1989 y, aunque no mucha gente en Europa occidental comprendía lo que estaba ocurriendo, la carga simbólica de aquella imagen fue demoledora: fue como el certificado de defunción del comunismo europeo.
Para aquella fecha, ya habían caído varios Gobiernos comunistas en Europa, pero ninguno de ellos de una forma tan violenta. Ceauşescu fue sacrificado por quienes compartían el poder con él para seguir dominando el país, bajo la dirección de Ion Iliescu, que en las décadas siguientes sería varias veces Presidente. Lo cierto es que, después de la etapa comunista, Rumanía ha sido uno de los países a los que más les ha costado adaptarse al nuevo mundo. Pero en cualquier caso, la imagen de Ceauşescu muerto, junto con otras de jóvenes despedazando el muro de Berlín, sirvieron para anunciar un cambio de época en Europa.
Más de una década después de la muerte de Ceauşescu, la vida en Bucarest sigue marcada por una cierta tristeza, que se refleja en la forma de caminar de los transeúntes, que se desplazan siempre en línea recta, serios y cabizbajos, y forman enormes colas para esperar los autobuses, colas en las que nadie habla. Muy poca gente pasea.
Los extranjeros acudimos a restaurantes pensados para nosotros, a comer mititei (salchichas rumanas), mămăligă (polenta o harina de maíz), o incluso carne de oso, servida en pequeños pedazos que es necesario masticar durante varios minutos. Después de cenar, acudimos a clubes en los que los extranjeros tratan de llevarse a la cama a atractivas rumanas, muchas de las cuales, sin ser prostitutas, les cobran por irse con ellos al hotel. El concepto del sexo en Rumanía -como en otros países de Europa Oriental- es mucho menos traumático y más relajado que en la conservadora parte occidental del Viejo Continente. A la puerta de los clubes, niños descalzos y harapientos tratan de ablandar al extranjero y conseguir unos dólares, enviados por sus padres, que les vigilan desde las calles cercanas. La mayoría de los rumanos se avergüenza de ellos.
En general, los rumanos que he conocido tienen un carácter fuerte y un rechazo visceral hacia aquellas cosas de su país que les avergüenzan. Son altivos y no eluden nunca el enfrentamiento, pero debajo de una capa de dureza tienen un fondo de bondad casi naif. Los rumanos de la generación de los sesenta, setenta y ochenta nacieron y crecieron en una situación política muy difícil, que les ha hecho a la vez fuertes y desconfiados, y han heredado un país en ruinas, minado moralmente por el terror del régimen comunista. Y están hartos.
Hartos de la corrupción, de la perpetuación de una clase dirigente que hunde sus raíces en la dictadura de Ceauşescu, una nomenklatura a la que ven como un monstruo de mil cabezas contra el que resulta imposible luchar. Muchos han abandonado y se han ido al extranjero a empezar de nuevo en otra parte, y Rumanía pierde anualmente a miles de jóvenes brillantes y preparados, incapaces de quedarse por amor a una patria de la que están desengañados, como si fuese un amante infiel que, por mucho que les prometa amor, no deja de mentirles.
En Bucarest, existen también rincones hermosos, como el mercado nocturno de flores de la Plaza Amzei, el parque Cismigu, o las villas de las afueras, caserones de nobles que no fueron destruidos por el comunismo, y que son reformados poco a poco por sus nuevos propietarios. Sin embargo, la ciudad tiene cicatrices difíciles de borrar, y la mayor de todas sigue siendo el Palacio del Pueblo.
Palacio del Pueblo |
Concebido por el mismo Ceauşescu, el palacio es un delirio monstruoso, lleno de escaleras de mármol rosa y salones de baile pensados para gigantes, diseñado para que el Genio de los Cárpatos se dirigiese desde un balcón a las masas enfervorizadas que, según proyectaba, acudirían a rendirle pleitesía a la plaza en forma de media luna que hay frente al balcón principal, que hoy se llama la Plaza de la Constitución. Paradójicamente, Ceauşescu nunca vio terminado el palacio, que tuvo que ser concluido gracias a las donaciones de la comunidad internacional. Según cuentan, la primera persona en asomarse al balcón preparado para Ceauşescu fue… Michael Jackson.
Ceauşescu fue ejecutado junto a su esposa Elena en Târgovişte, a unos setenta kilómetros de Bucarest. Es una ciudad de provincias, con una plaza central que podía pertenecer a cualquier ciudad mediterránea, rodeada por un casco urbano salpicado por colmenas de pisos grises. También hay niños jugando al fútbol, y casas antiguas que agonizan con dignidad. Pero lo más destacado de Târgovişte es su ciudadela medieval, donde estuvo la Corte principesca de Vlad Ţepeş.
Es una pequeña ciudad amurallada situada a espaldas de la ciudad nueva, como un general retirado y huraño a quien nadie visita, una armonía desigual de piedras, hierba y amapolas brillantes en la que dos edificios destacan sobre los demás: la iglesia y la Torre del Ocaso. La iglesia es un templo militarizado en el que tres torres custodian la entrada, igual que Cerbero, el perro negro de tres cabezas, guardaba las puertas del Hades, el infierno en la mitología griega. La Torre del Ocaso, llamada así por la imagen espectacular que ofrece al atardecer, es completamente cilíndrica, tiene una corona de almenas, y esconde el último recuerdo de Ţepeş , una carta con su firma manuscrita que haría las delicias de los calígrafos.
Vlad Ţepeş tenía una letra aguda y firme, de trazos enérgicos, que ha quedado para la posteridad como uno de los pocos reflejos fieles que la Historia decidió conservar de su persona. Es fácil imaginarlo en una silla de cuero, sentado frente a una gran mesa de madera y bronce, con un tintero y un pergamino, vestido de piel y seda, con una daga corta en la cintura. Bebe un vino recién fermentado de uva tinta, en una copa de oro grabada con dragones, y se atusa el bigote, cogiendo una pluma de ave con una mano fuerte y nerviosa, y firmando el pergamino sin pensárselo dos veces. Siento un escalofrío al pensar que algo tan simple como una firma ha atravesado siglos enteros, desde la mano del Empalador hasta la vitrina en la que está expuesto el manuscrito. Probablemente, nunca habría podido imaginar que algo tan simple como una firma sería su principal huella tangible para la eternidad.
Existe un vínculo atemporal entre Ţepeş y Ceauşescu, unidos por Târgovişte, lugar de nacimiento para el primero, de muerte para el segundo. Al contemplar el penoso estado de Rumanía cuando ya ha pasado el tiempo suficiente después de la dictadura, es inevitable preguntarse si Ceauşescu murió realmente cuando lo ejecutaron, o por el contrario se convirtió en un strigoi, un no vivo que ha condenado a su país a vivir eternamente maldito.
Salvo, claro está, que alguien abra su tumba y encuentre el valor para clavar una estaca en su corazón.
Hola! Sabes cual es la dirección del antiguo cuartel general de la Securitate? Te agradeceré la información!
ResponderEliminar