Diyarbakir, una aventura en el Kurdistán


Dedicado a Bilal, mi hermano kurdo, en esta época tan difícil para su tierra.

El avión aterriza en Diyarbakir, en el Kurdistán turco, una noche de noviembre de 2002. Diyarbakir, cerca de la frontera con Irak, fue el escenario central de las guerras entre turcos y kurdos de finales del siglo XX. No lo sabía cuando decidí viajar allí.


Ya ha anochecido cuando el avión desciende. Soy el único occidental a bordo, y no conozco nada sobre el lugar al que viajo, ni tengo lugar donde quedarme, ni siquiera billete de vuelta. Al pedir consejo y ayuda a una de las azafatas, me presenta a un clon de Sadam Hussein con pelo y bigote canosos. No podemos comunicarnos en ningún idioma. 

En el aeropuerto de Diyarbakir me vuelvo sordo, porque no comprendo nada, y ciego, porque la ciudad es tan sólo un hormiguero de luces. En esta coyuntura, el Hussein canoso se convierte en mi única referencia, mi único hilo de comunicación con el mundo conocido, y le sigo como un corderito asustado hasta el aparcamiento del aeropuerto, donde le espera otro hombre con una enorme cicatriz en el cuello. Muerto de miedo, subo al coche sin saber dónde me llevan. 

Sólo pienso qué hacer en caso de que me secuestren. Si ésa es su intención, lo tienen muy fácil: sólo necesitan sacar una pistola de la guantera, y no tendré oportunidad de escapar. Nadie sabe que he viajado al Kurdistán, ni podrá proporcionar una pista fiable para localizarme más allá de Estambul. 

El coche circula despacio por las calzadas de tierra de Diyarbakir, calles sin ningún tipo de iluminación, en las que sólo se ven edificios con desconchones y agujeros de metralla y hombres barbudos con chilaba caminando cabizbajos o charlando apiñados en lúgubres teterías. Apenas puedo fingir una sonrisa helada cuando el hombre del bigote se dirige a mí, intentando decirme algo. 

Es el año siguiente al 11-S, y el mundo está en guerra contra los talibanes afganos y Al Qaeda. Diyarbakir me recuerda al Kabul de las noticias, con barrios que aún parecen estar en guerra. 


Entramos en el recinto amurallado. En Turquía dicen que la muralla de Diyarbakir es la segunda más larga del mundo después de la de China, y también una de las mejor conservadas, pues su construcción viene de la era bizantina. En el momento en el que atravesamos una de sus puertas eso no me importa lo más mínimo. El coche sigue haciendo un zigzag eterno por callejones oscuros, y a cada minuto aumenta mi certeza de que me he equivocado al confiar en el kurdo canoso. 

De repente, el chófer de la cicatriz reduce la marcha y, cuando estoy a punto de saltar del coche y salir corriendo, veo el letrero que anuncia el hotel. De repente me siento tan eufórico como Robinson Crusoe avistando un barco desde la playa o Colón al pisar tierra firme. Un segundo después, me avergüenzo de haber desconfiado de mis acompañantes. Bajo del coche, y mi anónimo ángel kurdo disfrazado de Sadam me acompaña a hablar con el dueño del hotel, consiguiéndome una habitación por un buen precio. Antes de marcharse, me besa en las dos mejillas, presentándose como Ahmed. El conductor de la cicatriz hace lo mismo y yo, desconcertado y aturdido, beso también al botones que ha alargado la mano para ayudarme con la mochila, provocando las carcajadas de todos. 


El hotel es nuevo, barato y limpio, destinado a los escasos hombres de negocios que se aventuran hasta aquella región recóndita, en la que no he visto el más mínimo rastro de turismo. En el ascensor, no puedo quitarme de encima el inmenso sentimiento de vergüenza. He pasado miedo sólo porque aquel hombre era distinto a mí, por no entender su idioma ni sus intenciones. Así empiezan las guerras: cuando tememos al otro por no comprenderlo.


Tres días atrás, mientras estaba en Estambul, decidí viajar a algún lugar remoto de Turquía, una región en la que pudiese descubrir una cultura no diseñada a medida para el turista. Sentado delante de un mapa básico del país, en una tetería escondida en la que un loco lúcido me hizo disfrutar con los versos del gran poeta persa Omar Jayyám, decidí mi destino bebiendo té de limón y manzana, con esa maravillosa despreocupación que da la ignorancia. 

Antes del viaje, había leído la novela del turco Yaşar Kemal titulada “La ira del monte Ararat”. El libro cuenta la historia de un pastor de la región del Ararat que un día encuentra frente a su cabaña un caballo que resulta ser del bajá, el señor de la región. El pastor devuelve el caballo a su propietario, pero el animal insiste en escaparse y regresar a la cabaña, y, según la tradición de la zona, la tercera vez que esto ocurre, el pastor se convierte en el nuevo dueño del caballo. 


El bajá encarcela al pastor, amenazando con matarlo si no devuelve el caballo, lo que provoca la rebelión de toda la región del Ararat en su contra, acusándole de no haber respetado la tradición, que es sagrada. Además, una de sus hijas, Gülbahar la Sonriente, se enamora del pastor y escapa con él, dejando al bajá doblemente derrotado. Después de leer a Kemal, pensé que el Ararat sería un buen destino, y deduje sobre el mapa, a ojo de buen cubero, que la montaña bíblica estaría cerca de la ciudad de Van, en el Sudeste del país. Me había equivocado por bastante - “sólo” unos 160 kilómetros-. 

Pedí información sobre Van en varias agencias y puestos turísticos privados y oficiales sin conseguir nada. Al escuchar el nombre de la ciudad, los turcos torcían el gesto y negaban con la cabeza, dándome a entender que, si tenían algo que decirme, no estaban dispuestos a hacerlo; como si la ciudad estuviese maldita. Después de varios intentos frustrados, decidí comprar los billetes de avión -Van está a más de mil kilómetros de Estambul-, y seguir buscando información. El hombre que me vendió los billetes también me puso mala cara, pero al menos explicó por qué. 

- Allí viven los kurdos. Los kurdos son terroristas- me dijo, escupiendo las palabras con una mueca de desprecio. 

Me encogí de hombros y compré los billetes. Sin embargo, no había plazas para ir y volver a Van en las fechas que quería, así que compré uno de ida a Diyarbakir, y otro de vuelta a Estambul desde Van, cuatro días después. Calculé que entre Diyarbakir y Van no habría más de cinco horas en coche, y pensé que ya me las arreglaría para ir de una ciudad a otra. 

En la habitación del hotel de Diyarbakir, horas después de llegar, aún continúo nervioso. El miedo que he pasado durante la expedición en coche con Ahmed me hace pensar en abandonar el viaje, regresar al aeropuerto a primera hora de la mañana, huir de Diyarbakir y subirme al primer avión hacia Estambul. 

Estoy en un país desconocido, una ciudad desconocida con los edificios llenos de huellas de metralla, en un lugar del que no sé nada y en el que nadie me entiende. Me apoyo en la ventana para reflexionar. El edificio situado frente al hotel recuerda a un pequeño centro comercial europeo y, a pesar de que es ya casi medianoche, tiene varias ventanas iluminadas. Aguzando la vista, distingo en su interior gente que parece cantar y bailar. Tengo hambre, y el hambre suele ser más poderosa que la prudencia e incluso que el miedo. 

Cruzo la calle hacia el centro comercial, y entro en el edificio. Todas las tiendas están cerradas, y sólo encuentro unas escaleras mecánicas vetustas y detenidas que llevan al piso superior. Subo por ellas, y al llegar al último piso, a través de una puerta abierta, escucho música y un bullicio enorme que sale de un gran salón iluminado. Acercándome casi de puntillas, me asomo al quicio de la puerta. Es una boda.

Dentro del salón, decorado con guirnaldas blancas, hay más de cien personas en traje de gala conversando, carcajeándose, comiendo y bebiendo alrededor de varias hileras de mesas con manteles azules, o bailando en una pista iluminada por luces de colores, de la que sale una música tradicional y aguda, rápida y vibrante. La boda está avanzada, los invitados se han reunido en grupos, y el caos se ha adueñado del salón. Al fondo, en la mesa principal, la novia reclina la cabeza sobre el hombro de un adolescente de piel tostada. Los dos llevan collares hechos de billetes de colores, y están rodeados de personas que hacen cola para felicitarles. 

Quiero retirarme, satisfecho con el resultado de mis pesquisas, pero cuando abandono el quicio de la puerta siento una mano en la espalda, empujándome hacia la boda con un impulso suave pero firme, y, de repente, me encuentro dentro del salón, rodeado por cientos de ojos, perplejos y curiosos. Intento retroceder, pero la mano se transforma en brazo, me rodea el hombro y hace imposible la retirada. 

Su dueño, un anciano de piel gastada, me hace una mueca con la boca desdentada. Durante unas décimas de segundo pienso que puede pasar cualquier cosa, tal vez incluso un linchamiento colectivo por meter la nariz donde no me llaman... pero un instante después, me siento como si hubiese marcado el gol decisivo en la final de un mundial. 

Varios jóvenes se abalanzan hacia mí, sentándome en una mesa y poniéndome delante refrescos sin hielo y dulce de merengue, mientras uno de ellos, de gafas redondas y vestido de negro, grita en inglés Kurdish wedding, Kurdish wedding, Kurdish wedding, como si fuese una fórmula mágica. Boda kurda. Todos los demás le imitan, creando un eco confuso mientras dan palmas y me agarran por los brazos y los hombros, gritando y riendo. Me siento como un héroe que regresase a su hogar, o un pariente lejano que hubiese atravesado el mundo para llegar a tiempo a la boda: todos me tocan, me abrazan, me sonríen, me palmean la espalda, me hablan entusiasmados en un lenguaje incomprensible. De repente escucho al joven de negro decir otra palabra en un inglés tosco que me suena a música celestial. 

- Amigo -dice golpeándose el pecho - Amigo. 

Después se sienta a mi lado y, llevándose la mano al corazón, se presenta como Bilal. Una vez que se disipa el alboroto, me explica que es la boda de un amigo suyo y, rodeado por un puñado de curiosos, me pregunta de dónde soy. Al enterarse, empieza a festejarlo con sus compañeros, que compiten por decir nombres de equipos y jugadores de fútbol de la liga española. Les respondo con equipos y jugadores turcos, y me palmotean la espalda entre carcajadas grandes y sonoras, mientras por el salón se extiende un murmullo con una palabra parecida a España. Bilal desaparece durante unos momentos para regresar acompañado de un anciano venerable, calvo y con la barba blanca recortada, que me habla sonriendo en mil arrugas. 

- Has venido desde España a la boda de mi hijo -dice, sirviéndose de Bilal como intérprete.

Intento aclarar la confusión, pero Bilal me detiene con un gesto, mientras el padre del novio continúa hablando:

- Eres una señal de Allah. Sé bienvenido a esta fiesta. 

Bilal tiene mi edad, la piel aceitunada, el pelo abundante de color negro noche, las gafas al estilo de Woody Allen y el pantalón y la chaqueta oscuros, como un párroco cristiano sin alzacuellos. En la vorágine de la boda, el kurdo se ha convertido en una especie de oráculo, un médium que domina el lenguaje de aquel alienígena que ha aterrizado en mitad de Diyarbakir. Su inglés, aprendido gracias a la paciencia de los huéspedes del hotel de su abuelo en la cercana ciudad de Batman, es escaso pero suficiente para comunicarnos, y gracias a él me entero de que los novios también consideran un honor mi presencia, y que he llegado hasta allí porque ése era el deseo de Allah. Bilal me presenta a los demás familiares de los novios, continuando con la mayoría de los invitados de la boda, haciéndome sentir como si fuera un ser exótico y caído del cielo. 

En realidad, entre Madrid y Diyarbakir no hay más de doce horas de vuelo, pero me siento como Marco Polo o Cristóbal Colón, en una tierra lejana e incomprensible, y sin embargo amiga. Bilal me presenta a los novios, que no se han quitado de la garganta sus collares hechos con billetes de moneda local. Les felicito en kurdo, tal como me ha enseñado mi inesperado anfitrión, y luego, arrastrado por los demás, inicio en la pista una danza lenta parecida al sirtaki griego, con los brazos en cruz y chasqueando los dedos. 

No tengo pericia para bailar, y pronto me veo rodeado de invitados que aplauden regocijados mi torpeza. Sin previo aviso, la melodía cambia y el ritmo se acelera. Bilal y otro kurdo enlazan sus meñiques a los míos, completando un círculo con los demás danzantes, mientras la música sigue avivándose, haciéndonos girar en círculos concéntricos cada vez más vertiginosos, dando pequeñas patadas al aire, taconazos, pequeñas patadas, taconazos, saltos breves, inclinaciones, taconazos, pequeñas patadas, taconazos cada vez más rápidos, ágiles, fugaces, impetuosos... los componentes del círculo diabólico ríen, cantan y gritan en una danza frenética... que concluye de golpe. 


Cuando termina aquel baile endemoniado, Bilal me abraza, jadeando por el esfuerzo, y me señala el corazón.

- Eres mi hermano- dice. 

Llevo toda la noche viendo pasar el mundo a mi alrededor, sin saber qué hacer y sin ningún tipo de control sobre la situación, y correspondo a su abrazo. No me reconozco a mí mismo, bailando desinhibido en aquella fiesta extraña, y me limito a dejar que los acontecimientos se sucedan como si hubiese caído en la corriente de un río que me arrastrase sin remedio hacia un mar desconocido. Abandono la boda sonriendo y abrazando a unos y otros, casi como si hubiese sido uno de los novios y, una vez en la habitación del hotel, me duermo extenuado, incapaz de creer lo que ha pasado.

Al día siguiente, al despertar, empiezo a dudar si la boda ha sido un sueño. Pero al bajar a desayunar, me doy cuenta de que no. 

Bilal me espera en recepción, preparado para guiarme por Diyarbakir. 


La mentalidad en la que hemos sido educados nos hace pensar que alguien que ofrece algo lo hace siempre por un interés, en la mayoría de los casos económico. También nos han educado en la creencia de que si alguien tiene menos dinero que tú, sólo se acercará a ti para intentar conseguirlo. Cuando esto no sucede, nuestra lógica se desarma y nos damos cuenta de lo mezquina que es esta manera de pensar. Eso me ocurre con Bilal, que se convierte en mi anfitrión y no sólo no acepta que le pague nada, amenazando con ofenderse si lo hago, sino que además corre con todos los gastos durante mi estancia en Diyarbakir. 

Atravieso junto a Bilal las murallas de basalto negro que rodean la ciudad para entrar en su casco histórico, un mercado infinito y laberíntico en el que no doy abasto para oler y tocar cientos de especias desconocidas, fascinado ante cada uno de los descubrimientos que mi cicerone me va facilitando, entre ellos increíbles trabajos en plata y cobre, o me va dando a probar, entre ellos churros hechos con miel, zumo de remolacha agrio y una sandía descomunal. 

Entre las maravillas que mi guía me enseña se encuentra una de las mezquitas más antiguas del Islam, una escuela para niños pequeños en la que da clases uno de sus amigos -Bilal estudia para ser maestro-, y junto a él recorremos la parte alta del recinto amurallado de Diyarbakir. 


Me sorprende la cruda pureza de la ciudad que va mostrándose ante mis ojos como un lugar en el que nada está preparado para ser visitado. Las cosas y los edificios simplemente existen, sin ofrecer explicaciones ni historias propias al viajero, y toda la ciudad está impregnada de un intenso olor a posguerra. De boca de Bilal escucho cómo los kurdos se han enfrentado al Gobierno turco, pagando las consecuencias con mucha sangre y muertes. En voz baja, mirando a todas partes, cuenta cómo siguen oprimidos por Ankara, la capital turca, que no les deja hablar su idioma ni tener medios de comunicación propios. Me limito a escuchar, sin posibilidad de juzgar ni tomar partido.

Un grupo de niños nos sigue durante un rato, y me doy cuenta de que somos pocos los extranjeros que nos acercamos hasta allí. Varios cazas militares sobrevuelan nuestras cabezas: una nueva guerra se avecina en Irak, cuya frontera está a menos de dos horas por carretera. Desde ese país, huyendo de la dictadura de Sadam Hussein, han llegado avalanchas de kurdos iraquíes que llenan las calles de Diyarbakir, vagando como almas en pena, hambrientos y cubiertos de harapos.

Bilal me lleva a una iglesia cristiana cerrada a cal y canto, (la Iglesia de la Virgen María) con un frontón en el que la Virgen y el niño, con bucles rubios y ojos azules, saludan al caminante. 


Después, mi infatigable cicerone me introduce en un laberinto de callejones embarrados y llenos de charcos hasta llevarme al portón de otra iglesia escondida dentro de un laberinto de casas, en cuyas paredes reconozco dos de los símbolos cristianos más antiguos, el pez y el sol. 

Bilal golpea una pequeña puerta de metal en la pared, por la que apenas pasaría un niño sin agacharse, consiguiendo que una anciana nos abra y convenciéndola para que nos deje pasar. El interior de la iglesia ha sido reconvertido en una vivienda unifamiliar. El techo ha caído, formando un patio, y los claustros se han transformado en habitaciones o pasillos con las paredes llenas de otros símbolos religiosos arcaicos. Aquella anciana vive en la casa del Dios cristiano, desalojado siglos atrás ante el implacable avance del Islam. Es fascinante pensar que aquellos muros, entre los cuales se ha escuchado misa y rezado a Jesucristo, se han convertido siglos después en una casa, con un lejano aroma a misticismo. Ni siquiera Dios puede librarse de ser desahuciado. 

Sin dejarme tiempo para seguir explorando la iglesia, Bilal me saca fuera de las murallas de Diyarbakir y me lleva a su universidad, donde soy recibido como un fenómeno paranormal entre sus compañeros y los profesores, que tampoco han debido ver muchos turistas últimamente. Sentados en un banco de un parque que hace las funciones de campus, Bilal se sincera conmigo, hablándome con tristeza de una novia que tuvo, explicándome que no pudo casarse con ella porque sus familias no habían aprobado la relación, como si fuesen la versión kurda de los Montescos y Capuletos, Bilal Romeo y Julieta su novia frustrada. Bilal, que no conoce la obra de Shakespeare, me pregunta: 

- ¿En España te puedes casar con quien quieras?

Al mirarle, de repente me veo reflejado en él, como si Bilal fuese un espejo que me contase lo que yo podría haber sido si, como él, hubiese nacido en Batman, en el Kurdistán, y hubiese sido educado en su cultura. Mientras me habla de su novia perdida, veo sufrimiento en su mirada, y me pregunto si por lo menos ha llegado a besarla.

- Sí, Bilal, en España sueles poder casarte con la persona que quieres -mi propia voz me suena extraña y lejana al decirlo, como si aquella diferencia entre culturas hubiese puesto cien mil kilómetros de distancia entre nosotros. 

Al terminar de hablar de amor, Bilal quiere seguir con la política. Los kurdos no son un pueblo afortunado, según me explica. En la parte turca, el ejército masacra en silencio a los separatistas kurdos y la región está controlada militarmente. En la iraquí, Sadam Hussein ha exterminado pueblos enteros con gases tóxicos y, aunque en menor grado, la parte iraní y la siria también son lugares inhóspitos para los kurdos, quienes, acorralados, han creado una feroz resistencia armada, organizada por el Partido del Kurdistán Kurdo (PKK), que lidera Abdallah Ochalam, desde 1984, una guerra “no oficial” en la que han muerto más de 35.000 personas. Ochalam fue detenido en Kenia en 1999 en una operación espectacular de los servicios de inteligencia turcos y condenado a la pena de muerte, que aún sigue sin ejecutarse por presiones de la comunidad internacional y sobre todo porque Ankara teme crear un mito que luego no sea capaz de destruir. La figura de Ochalam ha cobrado dimensiones épicas en la cárcel, como lo hizo la del Ché Guevara cuando murió en Bolivia. Existe una clase de hombres que en un momento de su vida dejan de existir como hombres para transformarse en símbolos en los que se proyectan las causas por las que luchan.

En este tipo de conflictos, las versiones son tan distintas, los rencores tan antiguos y la Historia tan confusa que apenas he logrado entresacar que los kurdos se consideran a sí mismos un pueblo sin nación, que debería comprender territorios de Siria, Turquía, Irak e Irán, lo que convierte su reivindicación territorial en un problema especialmente complejo. La explicación más original sobre el conflicto kurdo me la da un capitán de marina mercante aficionado a la Historia. 

Según el marino, en la época en la que nuestra civilización empezó a tomar forma, en el Medio Oriente había dos grandes tribus enemigas, los arios y los semitas. Después de mil batallas, los semitas consiguieron el control del territorio y los arios se vieron obligados a emigrar, primero por las tierras del Cáucaso y luego hacia el Norte, poblando las estepas rusas y después lo que hoy es Polonia y Alemania. Por ello, Hitler, en representación de esa raza aria, habría decidido exterminar a los semitas, como una espectacular venganza histórica. 

En esa guerra a través de los siglos, según el marino, los kurdos tenían un curioso papel: son los arios derrotados que se negaron a abandonar su tierra y sobrevivieron como un pueblo nómada que se dedicaba al pastoreo. La historia del capitán me hubiese parecido una de tantas otras si no fuese por la Virgen María y el niño Jesús rubios y de ojos azules pintada sobre el portón de una de las iglesias de Diyarbakir, ambos de rasgos tan arios como si hubiesen nacido en Múnich. Entre los kurdos que conozco, encuentro ojos azules y verdes, y barbas casi pelirrojas, que parecen confirmar la explicación del marino. 

En el campus, Bilal me lleva a la facultad de medicina, donde conozco a Kerem, un joven cejijunto de sonrisa amplia, pelo negro y frondoso, que se define a sí mismo como el prototipo kurdo y nos invita a su casa a cenar con su familia. Nuestro cicerone me explica el gran honor que aquello significa: aquella noche es la primera del Ramadán, el mes en el que los musulmanes practican el ayuno desde que sale el sol hasta que se pone. 

El mismo Bilal, religioso practicante, no ha comido ni bebido en todo el día, negándose a que le imite, por ser su huésped y viajero. Este día me sirve para deshacerme de varios clichés del Islam, presentado muchas veces en Occidente como una religión cuyos practicantes tienden inevitablemente hacia el fanatismo. Caminando junto a Bilal, me doy cuenta de hasta qué punto el Islam es, más que una religión, una filosofía o un modo de vida. Sin darle importancia, mi amigo kurdo va cumpliendo todos los preceptos islámicos con la misma naturalidad que anda o respira, huyendo de la comida y la bebida, deteniéndose a rezar cada vez que el almuecín llama a la oración, y repartiendo monedas entre los mendigos que se cruzan a su paso. 

Todo lo que hace está lleno de espiritualidad, desde la forma de servirme de anfitrión hasta la manera de llevarme del brazo mientras caminamos. Me hace confidencias, buscando mi opinión y pidiendo mi consejo, como si yo fuese un hermano mayor venido de una tierra lejana. Entre otras cosas, me sorprende cuánto énfasis pone en que jamás había probado ni probaría el alcohol, como si fuese algo diabólico, y también su profunda convicción de que Allah, o Dios, es el mismo para todos, y que en ningún caso debe servir como motivo para hacer la guerra. 

La casa de Kerem está en un barrio de estética soviética, fuera de las murallas, hecho de bloques grises y blancos de pisos en forma de prisma, idénticos, unidos por calles de tierra embarradas, lúgubres, sin farolas. Cae la noche y vuelvo a sentir miedo, conducido a una casa extraña por alguien que he conocido la noche anterior. Entro en uno de los edificios, y subo por una escalera, trepando casi a tientas por los escalones mugrientos, en los que se amontonan restos de comida y bolsas de basura. 

Me pregunto qué me espera arriba, mientras Bilal sigue hablando sin pausa, aunque he dejado de escucharle, prisionero de un deseo irresistible de abandonar aquella casa y refugiarme en la intimidad del hotel. En la escalera, golpes de olor de guisos se mezclan con el hedor de la carne pudriéndose en los rellanos, y ya he perdido la cuenta de los peldaños que hemos subido cuando mi cicerone se detiene delante de una puerta de madera con manchas de humo y llama al timbre. Al abrirse la puerta, una luz clara y limpia sale de improviso e ilumina la escalera tenebrosa, como si hubiese amanecido un poco. 

Un kurdo de unos cincuenta años, pequeño, con piel de color tierra y un poblado bigote entrecano, me da la bienvenida, ofreciéndome la mano y pidiéndome que me descalce y deje los zapatos en la entrada. Después me presenta a su familia, compuesta por su esposa, pequeña y con los ojos bajos, y sus tres hijos: Kerem, otra hija muy parecida a la madre, y un niño de diez años, con la mirada viva y los dientes de conejo. 

Finalizados los saludos, atravesamos una casa amplia y pulcra, decorada con muebles cuidados y hermosos tapices y alfombras, muy diferente de la escalera, para llegar hasta una sala pequeña en la que sólo hay una manta blanca extendida en el suelo, sobre la que han colocado platos llenos de queso, arroz, pimientos, pan de pita y guisos de verduras y carne. Una televisión preside la habitación, mostrando una mezquita preparándose para la oración, apenas iluminada por los últimos rayos de sol. Nos sentamos con las piernas cruzadas fuera de la manta, frente a la comida. 

- Quiero agradecerle su hospitalidad- digo a mi anfitrión, utilizando a Bilal como intérprete- Para mí es un honor inmenso cenar esta noche aquí, con su familia. Es un recuerdo inolvidable del que hablaré a mi familia cuando regrese. 

El patriarca kurdo me responde solemnemente:

- Si estás aquí, es el deseo de Allah. Es Allah quien te ha traído esta noche. Sé, pues, bienvenido. 

Instantes después, la última oración, el cántico que anuncia la noche, empieza a brotar de la televisión, y comemos y bebemos con ganas, ellos con más apetito que yo, regándolo todo con agua y ayram, un yogur líquido y agrio con un deje de dulzura, mientras sonrío y trato de comunicarme con las manos y los ojos. 

Frente a aquella manta blanca, pienso estar en un mundo mágico en el que todo lo bueno es posible, donde no hay guerras de religión, de cultura ni de ninguna clase, tan sólo un puñado de kurdos y un español descalzos y arrodillados frente a una manta, compartiendo alimentos, noche y sonrisas. Y soy feliz al pensarlo.

Después de la comida, pasamos al salón principal, de un blanco inmaculado, grande y bonito, y sentados en un sofá bebemos una taza tras otra de té de limón acompañado de pastelillos de almendra, intercambiando cortesías mientras el pequeño de la familia intenta practicar sus nociones básicas de inglés, ante la mirada orgullosa del padre. 

- Trabajo haciendo carreteras -me cuenta el patriarca- Mi hijo mayor será médico, y el pequeño, profesor de inglés- noto que no menciona a su hija. Madre e hija van y vienen a la cocina en silencio, llevando y trayendo teteras, sin que los demás las presten atención. Pienso que aquella forma de relegar a la mujer hace daño a cualquier cultura, pero no soy quién para dar lecciones de ningún tipo, y menos aún en casa ajena. 

Después del último té con limón, una expedición compuesta por el patriarca, sus hijos varones, Bilal y otro amigo, me lleva a la estación de autobuses en el coche del kurdo viejo, una antigualla en la que viajamos hacinados. Una vez en la estación, comprendo mejor el milagro que ha supuesto conocer a Bilal, porque el caos de horarios, billetes y buses es tan grande que nunca habría sido capaz de subir al autobús correcto por mi cuenta. Por la estación merodean decenas de mendigos y personajes siniestros o estrambóticos, y vuelvo a sentir miedo al darme cuenta de que al decir adiós a Bilal vuelvo a ser un occidental náufrago y huérfano en un mundo desconocido y tal vez hostil. 

La tristeza se une al miedo antes de entrar en el autobús hacia Van, cuando voy despidiéndome de todos, abrazándolos uno a uno. Cuando ya estoy sentado, Bilal sube al vehículo, me abraza por última vez y se pone a llorar mientras me llama hermano. Correspondo con todo el sentimiento del que soy capaz y, cuando el autobús sale de Diyarbakir, no puedo contener las lágrimas. 

No lo entiendo, porque sólo he estado con él un día, pero las emociones no están hechas para ser entendidas. Exhausto por el cansancio pero excitado por la sobredosis de emociones, no puedo quitarme de la cabeza, desde mi mentalidad occidental y egoísta, la posibilidad de que Bilal tuviese algún interés oculto en mí, o que pensase obtener algo, quizá poder salir algún día de Turquía, tal vez por transmitir al mundo el mensaje de la causa kurda. 

Finalmente, llego a la conclusión de que Bilal no esperaba nada de mí, que sencillamente ha sido un encuentro de dos culturas, dos hombres de la misma edad que habían crecido en dos mundos distintos, en dos dimensiones diferentes, y que aprovechaban el privilegio de haberse encontrado para ser amigos durante veinticuatro horas. 

O quizá es más sencillo, y Bilal ha aplicado la ley de la hospitalidad de los caravansares, las posadas para los viajeros del desierto, que obliga a dar descanso, agua y comida incluso a tu peor enemigo. Medito sobre lo ignorante que soy, y sobre la desconfianza que ha bloqueado mi entendimiento. Son muchos los prejuicios de los que tengo que desprenderme: aquellas personas de las que he desconfiado me han dado una lección inolvidable, aceptándome, escuchándome sin recelo, ofreciéndome su comida, mientras yo dudaba de sus intenciones. Me siento avergonzado una vez más. Malditos sean los prejuicios que provocan recelo, ignorancia y miedo. 

Un abrazo enorme, querido Bilal.


2 comentarios:

  1. Muchas gracias por compartir esta experiencia con tanta claridad, viví casi lo mismo en en Nevsehir, salvo que no fui a ninguna boda, pero mis anfitrionas mujeres, me llevaron a recorrer todas las familias de los poblados cercanos.

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  2. mil gracias por ese relato tan hermoso! me llamo Tatiana, soy antropóloga visual y me gustaría hacerte un par de preguntas sobre ese viaje... podrías por favor escribirme a tattydiniz@hotmail.com ?
    muchísimas gracias! saludos!

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